El Dios que habla

por: Rvdo. Peter Fast, Director Nacional de Puentes para la Paz, Canadá

PARA MUCHOS CRISTIANOS los acontecimientos que se produjeron en el ´Éxodo israelita´ y en ´los truenos y relámpagos sobre el Monte Sinaí´ pueden traer a la memoria las imágenes de Charlton Heston como Moisés; o inspirar asombro ante la magnitud de la impresionante exhibición de truenos, fuertes vientos y fuego envolviendo la montaña. O tal vez lo que capture nuestro enfoque sea ¡cómo el rostro de Moisés brillaba! ante la inscripción de los mandamientos sobre la piedra; o la voz de Dios haciendo temblar la montaña (Éx 20:18-21). Los acontecimientos del Monte Sinaí destacan la santidad de Dios y Su poder, debiéndonos conmover profundamente.

En el Sinaí vemos el carácter de Dios al estar formando una relación de pacto y presentar Sus promesas a los patriarcas: Abraham, Isaac y Jacob (Sal 105:7-11). En el Sinaí vemos una exhibición de proezas que culminan convirtiendo a las tribus de Israel en una nación (Éx 19:6, Dt 7:6). Sin embargo, hay algo profundamente significativo que ocurre detrás de las escenas del Éxodo y del Sinaí, algo que los cristianos del siglo XXI rara vez entendemos. Este profundo significado habría de impactar profundamente a los hebreos mientras estaban en la base de la montaña. Ellos no sólo vieron fuego y viento en erupción o escucharon una sonora voz.  Recordemos que habían experimentado la manifestación de la ira de Dios sobre Egipto a través de las diez plagas y que habían cruzado milagrosamente por el Mar Rojo.

El significado de esto era algo mucho más profundo que simplemente estar asombrados por las maravillas sobrenaturales. Lo que experimentaron los israelitas corre en sentido opuesto a todo lo representado dentro del mundo pagano.

Una voz definitiva

Los hebreos no sólo escucharon una voz desde la montaña, ellos escucharon y experimentaron una voz firme y final. La fuente de esta voz era Dios mismo; el Dios de sus antepasados; que no comparte Su poder con ninguna otra deidad (Éx 20:1-6; Dt 6:4-5). Su manifestación a los hebreos entregó otra realidad trascendental: El Dios de Israel era un Dios relacional, lleno de amor; un amor inquebrantable y lleno de misericordia (jésed), como se describe en la ‘obra magna’ del nombre de Dios (Ex 34:6-7). Entonces, ¿qué significó exactamente para el pueblo de Israel el escuchar con plena realidad la voz de Dios y aprender su nombre inefable YHVH? Esto contrasta con el paradigma del mundo pagano del cual estaban saliendo, donde vivieron como esclavos por generaciones.

El antiguo mundo pagano estaba envuelto en una densa oscuridad. Un mundo donde se creía que toda la creación, incluyendo la humanidad, había sido creada para ser esclavos de las deidades, para existir en un perpetuo estado de servidumbre. Con esta cosmovisión, la humanidad observaba a la deidad en todo lugar y la magnificencia de su naturaleza los conducía a adorar a esa creación; eligiendo cualquier dios o diosa que supuestamente tenía poder, influencia y control sobre las fuerzas de dicha naturaleza. En su comentario sobre el Éxodo, Dennis Prager dice:

«Es completamente comprensible que los seres humanos adoraran la naturaleza. En este mundo, la naturaleza lo es todo. Pero la naturaleza, a diferencia del Dios de la ‘Torá’ (Gn-Dt) es amoral, por lo tanto, indigna de recibir adoración. Mientras que el Dios de la ‘Torá’ se preocupa por el bien y el mal y por la aplicación de la justicia, la naturaleza no tiene interés alguno en ello».

El entendimiento pagano

Los paganos, en un intento por darle sentido a su mundo y confrontar el poder impredecible de la naturaleza, creaban mitologías surgidas del politeísmo en el que ellos estaban inmersos. Estas mitologías representaban la vida real para ellos, no cuentos de hadas; y las enseñaban con total certidumbre dándole respuesta al modo en cómo funcionaba el cosmos y el mundo. Esas deidades incluso, reflejaban y se comportaban como se comportó la humanidad misma, y en ocasiones aún peor. El antiguo erudito del cercano oriente John Walton, afirma: «La mitología de Mesopotamia y de Egipto dejan claro que los dioses tenían orígenes, que existían en relaciones familiares y había generaciones de dioses».

Walton continúa: «Sería difícil discutir con los antiguos el concepto de ´intervención divina´ porque en su cosmovisión, la deidad estaba demasiado integrada al cosmos, como para intervenir en ello. En su mayor parte, la deidad existía en el interior y no en el exterior. El mundo estaba inundado de lo divino. Toda experiencia era una experiencia religiosa; toda ley sería de naturaleza espiritual; todos los deberes eran hacia los dioses; todos los eventos tenían una deidad como su causa».

Sin embargo, estas deidades eran distantes, indiferentes a cualquier necesidad de la humanidad y no transmitirían sus pensamientos, voluntades o deseos a esta humanidad; mucho menos mostrarían amor a los humanos. En cambio, lo que se requería de los humanos era adivinar la voluntad de los dioses para aplacarlos. Porque si los dioses tenían absoluto poder sobre la naturaleza y los asuntos humanos ¿Cómo entonces se podría discernir la voluntad de dichos dioses entre tiempos de prosperidad, yuxtapuestos con la naturaleza violenta en eventos como terremotos, inundaciones o hambrunas? De este modo, los oráculos, sacerdotes, adivinos y magos tomarían el centro del escenario para discernir dicha voluntad y entonces la nación pudiera sobrevivir (Éx 7:11; 1 Sm 28:7-20; Dn 2:1-3).

Estos ‘intercesores’ emplearon encantamientos, pusieron ofrendas ante ídolos, administraron espacios sagrados con templos, celebraron festivales, sacrificaron animales y tomaron nota de los signos naturales. Los sacerdotes entrarían en trances inducidos por drogas para escuchar a los dioses; se creía que ciertos profetas podían ser poseídos por deidades e inspeccionaban los hígados, corazones e intestinos de animales sacrificados en busca de esas señales divinas. En ocasiones podrían hacerse daño a sí mismos (1 Re 18:28); o hacer música y bailar en un esfuerzo por ganar la atención de los dioses. Se creía que las deidades no hablaban con la gente. La única forma posible de saber la mente de los dioses era a través de señales sobrenaturales, que sólo podían ser descifradas por un ‘intercesor’ profesional.

Esto dejaba a la gente en un estado de constante preocupación, miedo, desconexión, desesperanza y vulnerabilidad. Los dioses podrían bendecir a un individuo en un momento, y atormentarlo al siguiente momento. Tomemos como ejemplo la oración neo-asiria llamada ‘Una oración a todos los dioses’. Walton explica:

«El adorador está tratando de apaciguar a una deidad, de la ira causada por una ofensa que este presumiblemente cometió. Solo que hay dos problemas: El adorador no sabe qué dios está enojado y no sabe qué es lo que ha hecho incorrectamente. Por lo tanto cada confesión que hace, la dirige “al dios que conozco o que no conozco; a la diosa que conozco o que no conozco”».

La frustración en la que queda el adorador es tan evidente que debería apelar a nuestra compasión. «Buscaría sin detenerme su ayuda, pero ningún dios me ayuda. Clamo pero nadie se acerca. Estoy afligido; estoy solo; no puedo ver mi salida» (cf. Hch 17, 23). Walton continúa:

«Esta es la difícil situación de aquellos que viven en un mundo sin revelación. Al final, a pesar de todo su concienzudo esfuerzo no sabe lo que la deidad quiere. Ellos solo pueden apegarse a la tradición y capotear la tormenta».

El poder en un nombre

Los nombres en el mundo antiguo estaban asociados y vinculados al rol, función e identidad del individuo. Vemos esto a través de toda la Escritura y ciertamente con el Dios de Israel (Éx 34:6-7). Para los cristianos es maravilloso saber que aun el nombre de Jesús (Yeshúa) significa ‘el Señor es la Salvación’. Sin embargo, en el antiguo mundo pagano muchos de los nombres de las deidades eran sólo pseudónimos, porque los dioses mantuvieron su distancia y se negaron a dar sus verdaderos nombres, por temor a que la humanidad fuese capaz de controlarlos y manipularlos.

Pero el problema con los paganos nuevamente, era que sus dioses no les hablaban. No había una voz relacional; no podía haber consuelo, amor, esperanza, justicia o salvación que pudieran ser escuchadas; solo había silencio, el vacío de un mundo salvaje en donde los adivinos apuntaban a los dioses y traían de vuelta sus mensajes abstractos. El Dios de la Biblia presenta una realidad completamente opuesta. El Dios de Israel se revela a sí mismo (cf. Gn 12:1-3) y literalmente da Su palabra a través de hombres que son guiados por Su Espíritu (2 Pe 1:19-21).

Para los hebreos, después de cuatro siglos en Egipto inmersos en un mundo pagano donde los dioses controlaban todo, desde el Nilo, el sol, la luna y los cultivos; así como ranas, gatos, cocodrilos, ganado; los eventos que les condujeron al Sinaí eran titánicamente opuestos. Distintivamente, los hebreos podían recordar al Dios de sus antepasados. Incluso Josué, mucho tiempo después en la renovación del pacto en Siquem, les recordó a los israelitas esta prodigiosa distinción antes de entrar en la Tierra Prometida (Jos 24).

La fidelidad de Dios revelada

Pero mientras ellos servían a los egipcios como esclavos ¿continuaría Dios todavía preocupándose por su pueblo? ¿Los rescataría? ¿Les hablaría a ellos aún? ¿O se había vuelto como los dioses de Egipto: silencioso e indiferente a su dolor y sufrimiento? Los paganos creían que los dioses estaban clasificados del más fuerte al más débil. Faraón, después de todo, era un ‘hijo de Ra’ así que ¿tal vez el dios de los hebreos no era tan poderoso como lo manifestó, al cruzarse en el camino de Abraham, Isaac y Jacob? Todo esto sería respondido en el Sinaí.

En el Sinaí Dios resonó, relampagueó y reveló Su fidelidad. Él los salvó y los sacó de Egipto a través del liderazgo de Moisés. Él los había reunido en la base de la montaña. Dios llamó a Moisés desde el monte instruyéndolo: «Así dirás a la casa de Jacob y  anunciarás a los israelitas: “Ustedes han visto lo que he hecho a los egipcios, y cómo los he tomado sobre alas de águilas y los he traído a Mí”» (Éx 19:3b-4).

El amor de Dios es abundante. Él muestra Su fidelidad a la nación con que se está identificando. Muestra Su pacto al pueblo, al cual describe como su “especial tesoro entre todas las demás naciones de la tierra” (Éx 19:5; 1Cr 17:21).

Toda la nación hebrea fue testigo del poder y majestad del Dios al que iban a servir. Vieron Sus proezas y escucharon Su voz. Aprendieron Su Nombre (Éx 3:14) y recibieron Sus mandamientos (Éx 20), para conocer Su voluntad y saberse amados por Él. El Dios de la santidad y perfección absolutas. ¡Un Padre! No comparte Su poder con otras ‘deidades’, tal como lo revela claramente en el primero de Sus mandamientos: «No tendrás otros dioses delante de Mí» (Éx 20:3).

El poder, la santidad y el amor de Dios

A los hebreos se les recordó que el Señor es Santo (kadosh), y el pueblo debe tratar con seriedad Su santidad y presentarse limpio ante Él (Lv 11:44-45). Dios incluso instruyó a Moisés para poner límites alrededor de la montaña mientras Su presencia descendía, para que el pueblo “no sea que traspasen los límites para ver al Señor y perezcan] muchos de ellos” (Éx 19:21). Cuando Dios habló, eclipsó por completo todo lo que habían experimentado alguna vez en el Egipto pagano. Los hebreos fueron abrumados y aterrorizados por la exhibición de las maravillas, mientras clamaban a Moisés que interviniera (Éx 20:18-21).

En el Sinaí Dios estaba sosteniendo la promesa que había hecho a Abraham. Estaba cumpliendo con el pacto establecido (Gn 15). Estaba prohibiendo cualquier imagen tallada (Éx 20:4-5). Habló a toda la nación de Israel a través de Moisés, y ellos contemplaron Su presencia y Su poder. Dios entonces los condujo a la ‘Tierra Prometida’ con Su nube y fuego. El eco de la Torá (Gn-Dt) y los profetas hasta los Escritos de los Apóstoles (NT) es que el Dios de Israel vencerá al mal; restaurará el mundo; redimirá a Israel y a las naciones; será adorado por todas las etnias; erradicará todo culto impío a otras deidades. Sin embargo en el Sinaí, en medio de Su naturaleza de fidelidad al pacto, Dios revelaba Su inmutable, inquebrantable y eterno amor por Su pueblo Israel: “Entonces pasó el Señor por delante de él y proclamó: «El Señor, el Señor, Dios compasivo y clemente, lento para la ira y abundante en misericordia y verdad»” (Éx 34:6).

 

Traducido por Chuy González – Voluntario en Puentes para la Paz
Revisado por Robin Orack – Voluntaria en Puentes para la Paz

 

Bibliografía

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