por: Rvda. Cheryl L. Hauer, Vicepresidenta Internacional
¿Cuántas veces ha escuchado a los cristianos comentar lo que entienden como una falta de fe mostrada por los israelitas? La pregunta suele ser: «¿Cómo pudieron ser tan incrédulos después de todo lo que habían visto?» Después de todo, acababan de presenciar cómo los dioses de Egipto eran derrotados por el Dios del cielo. Contemplaron incrédulos cómo los egipcios entregaban sus objetos de valor a los antiguos esclavos, enviándolos con la riqueza de la mayor civilización del mundo mediterráneo de la época. Fueron testigos de la asombrosa separación del mar y los colocó a salvo en la otra orilla, viendo cómo los poderosos ejércitos del Faraón eran destruidos. Poco después se acurrucaron al pie del monte Sinaí y vieron cómo el cielo se llenaba de nubes y humo; vieron cegadores relámpagos y como toda la montaña temblaba ante sus ojos. Y mientras se trasladaban por el desierto, se sintieron reconfortados por la visión de la columna de fuego durante la noche y la columna de nube durante el día. Después de ver todo eso, algunos se preguntan, ¿cómo pudieron tener tan poca fe? Está claro que muchos en el campamento israelita lucharon por confiar en el Dios de sus antepasados, y en su mensajero Moisés. Pero me gustaría sugerir que el problema tenía muy poco que ver con lo que estaban viendo. No era un problema de vista, sino de oír.
Los científicos llevan cientos de años estudiando los sentidos humanos: la vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato. Durante mucho tiempo se ha creído que esos cinco sentidos están conectados al cerebro y tienen la misma importancia para todos los seres humanos, como medio común para interactuar con el mundo que nos rodea. El conocimiento que obtenemos de esos sentidos se da, tan por sentado, que no cuestionamos el origen de la creencia. Y ciertamente todos reconoceríamos la realidad por afirmaciones como: la hierba es verde o el hielo es frío, pensando que no son subjetivas, pero en realidad, ¡sí lo son! Afirmamos que son ciertas porque… bueno; así es como lo percibimos. Pero estudios recientes han demostrado todo lo contrario.
Los antropólogos utilizando tecnología moderna han profundizado en el concepto de la “jerarquía de los sentidos humanos” y han llegado a algunas conclusiones sorprendentes. Los investigadores han descubierto que el elemento más importante a la hora de jerarquizar los sentidos, no es en absoluto la biología o fisiología humana, sino la cultura. Las tradiciones y los valores desempeñan un papel fundamental a la hora de determinar qué impresiones sensoriales se consideran más importantes. Estudiando 20 grupos culturales muy diversos de todo el mundo, los científicos han aprendido que nuestras suposiciones básicas han sido realmente muy erróneas. Mientras que la mayoría de las culturas occidentales dan prioridad a la vista sobre los otros cuatro sentidos; las que viven en climas muy fríos tienen la tendencia a dar prioridad al tacto. En cambio, las culturas aborígenes de Australia consideran que el olfato es el más importante de los cinco. Los beduinos tienen muchas palabras para referirse a la arena y a su vez, los inuit a la nieve. Por otro lado, a algunas culturas les resulta difícil hablar del cielo, porque no tienen ninguna palabra para «azul»; mientras que las culturas occidentales dan prioridad a la vista y se mantienen firmes en su creencia de que, aunque los otros cuatro sentidos son importantes, sólo lo que vemos es lo que realmente se puede creer.
Sin embargo, esto no es nuevo para todos. Desde el filósofo judío del siglo XII Maimónides hasta el Rabino Jonathan Sacks, una de las mentes más brillantes del judaísmo moderno, los eruditos judíos han reconocido desde hace tiempo la tensión entre lo que llaman «culturas del ojo» y «culturas del oído». El Rabino Sacks cree que la distinción es tan fundamental que tiene su origen en Adán y Eva. «El pecado de los primeros humanos en el Jardín del Edén fue que siguieron sus ojos», dice el Rabino Sacks, «y no sus oídos. Sus acciones estaban determinadas por lo que veían, la belleza del árbol, y no por lo que oían, es decir, la palabra de Dios que les ordenaba no comer de él». Así nació la predisposición humana universal a adorar la creación y no al creador. Al fin y al cabo, es la creación la que se puede ver.
La mayoría de las civilizaciones antiguas del Medio Oriente eran culturas del ojo, incluidos los griegos, que tanto contribuyeron a nuestra actual sociedad occidental. Eran los maestros supremos de las artes visuales: la escultura, la pintura, la arquitectura, el teatro, el drama y los juegos atléticos. Sus dioses se plasmaban en estatuas de todo tamaño y forma, y sus ciudades estaban llenas de extravagantes templos poblados de representaciones visuales de dioses cuya realidad era incuestionable, porque se podían ver. Lo mismo ocurría con los romanos, que de hecho absorbieron gran parte del panteón griego en el suyo. Esto llevó al apóstol Pablo a comentar sobre el mundo grecorromano en el que vivía: «Profesando ser sabios, se volvieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una imagen en forma de hombre corruptible…» (Rom 1:22-23a).
Sin embargo, hoy en día los estudiosos nos dicen que son los egipcios los que se llevan el premio a la adoración pagana con, literalmente, miles de dioses. Hasta la fecha, sólo se conoce el nombre de unos 1,500 de ellos. Sus templos, estatuas y representaciones estaban por todas partes, y sus exigencias a sus adoradores impregnaban todos los aspectos de la vida. Fue en esta sociedad visual y pagana donde Moisés creció y desde donde se dirigió a las colinas de Madián, donde encontró al verdadero Dios. Sin embargo, no era un Dios que pudiera ver, sino un Dios en una zarza que ardía pero no se consumía. De repente, Moisés no pudo confiar en lo que le decían sus ojos. Al igual que Abraham, Isaac y Jacob antes que él, Moisés se encontró con el único Dios verdadero, que no vino como una presencia visible, sino como una voz… «una voz ordenadora, prometedora, desafiante, convocante», dice el Rabino Sacks. Fue a través de Moisés que Dios introdujo el judaísmo en el mundo, una religión de sonido, no de vista; de escuchar más que de ver; de la palabra contra la imagen.
Para los israelitas, el viaje de la esclavitud hacia la libertad fue largo y arduo. Después de siglos de opresión bajo sus amos egipcios, rodeados de una idolatría basada en dioses que se podían ver, vivir en libertad con su Dios invisible no era algo natural. Había que enseñarlo, y las lecciones eran a menudo dolorosas e incluso trágicas. Pero la transformación no fue sólo de esclavo a hombre libre. Fue de una cultura del ojo a una cultura del oído. El judaísmo sería, en última instancia, escuchar la voz del Dios invisible, rechazando las imágenes a favor de Sus palabras. Aunque el esplendor del universo, la belleza de las estrellas y la maravilla de las montañas, declaran la gloria de Dios; no son Él, ni siquiera representaciones visuales de Él. Son su obra; son un sitio de su presencia oculta, dice el Rabino Sacks. Pero Dios desea una relación íntima y personal con su pueblo, del tipo que se encuentra en su presencia revelada —y que sólo se encuentra en Sus palabras—.
Es casi comprensible que los israelitas se apresuraran en animar a Aarón para crear el becerro de oro. Le habían dicho a Moisés que tenían miedo de la voz de Dios; que él era quien debía escuchar esa voz y luego relatarles a ellos las palabras y los deseos, de esta poderosa deidad. Pero Moisés se había ido a la montaña y ellos no tenían idea de cuándo Moisés regresaría. Necesitaban un dios que pudieran ver. E incluso después de sus experiencias vagando por el desierto durante 40 años, confiando en esa voz, Moisés sabía que sería una tentación continua para ellos crear un dios de su propia creación. En el libro de Deuteronomio, Moisés da su discurso final a los que están a punto de cruzar el río y construir una nación como ninguna otra antes. Y fue firme en su advertencia contra la idolatría:
«Entonces el Señor les habló de en medio del fuego; oyeron su voz, solo la voz, pero no vieron figura alguna… Así que tengan mucho cuidado, ya que no vieron ninguna figura el día en que el Señor les habló en Horeb de en medio del fuego; no sea que se corrompan y hagan para ustedes una imagen tallada semejante a cualquier figura: semejanza de varón o de hembra, semejanza de cualquier animal que está en la tierra, semejanza de cualquier ave que vuela en el cielo, semejanza de cualquier animal que se arrastra sobre la tierra, semejanza de cualquier pez que hay en las aguas debajo de la tierra. Y ten cuidado, no sea que levantes los ojos al cielo y veas el sol, la luna, las estrellas y todo el ejército del cielo, y seas impulsado a adorarlos y servirlos, cosas que el Señor tu Dios ha concedido a todos los pueblos debajo de todos los cielos» (Dt 4:12, 15-19, énfasis añadido).
Era una severa advertencia que hablaba de graves consecuencias. Dios es un Dios celoso, les advirtió Moisés, y si olvidaban que era la voz del Dios de sus antepasados la que los sostenía y volvían a caer en la idolatría, lo pagarían caro. No es de extrañar que el Shema (Dt 6:4, «Escucha, oh Israel«, pieza central de la oración judía) —es la indicación de Dios a oír, escuchar, obedecer y recordar, que el Dios invisible es un solo Dios, el único Dios— es el principio fundamental del judaísmo.
Hay versículos a lo largo de toda la Biblia que reiteran la importancia que Dios da a oír y obedecer su voz, a veces incluso, cuando parece que está hablando de ver más que de oír. De nuevo, como señala el Rabino Sacks:
“Visión que tuvo Isaías, hijo de Amoz, con relación a Judá y Jerusalén, en los días de Uzías, Jotam, Acaz y Ezequías, reyes de Judá. Oigan, cielos, y escucha, tierra, porque el Señor habla: «Hijos crié y los hice crecer, pero ellos se han rebelado contra Mí»” (Is 1:1-2).
Se nos dice que ésta es una «visión» que Isaías «vio». Sin embargo, no hay ninguna imagen visual. Lo que Isaías «vio» fue la voz del Señor; «vio» las palabras de Dios, no una vista o una escena o un símbolo. Las palabras clave son «oír» y «escuchar».
Este tema “oír” y “escuchar” se extiende también por las Epístolas y los Escritos de los Apóstoles (NT). La fe viene por el oír, y el oír por la Palabra de Dios, nos dice Pablo (Rom 10:17). El apóstol Juan dice que él que oye las palabras de Dios y las cree tendrá vida eterna (Jn 5:24). Cuando Jesús (Yeshúa) ora por sus discípulos en Juan 17, no relata todos los milagros que realizó; las personas que sanó; los ciegos a los que les dio la vista o los sordos que ahora podían oír. Simplemente dice: «Porque Yo les he dado las palabras que me diste; y las recibieron» (Jn 17:8a).
¡Qué lección tan importante para nosotros, incluso hoy en día! Pocos de nosotros tenemos la oportunidad de escuchar la voz audible de Dios. Nunca estaremos al pie del Monte Sinaí. Pero tenemos en la Biblia la propia voz de Dios, de la que hablaron Moisés, Isaías, Yeshua, Pablo y Juan. Tenemos el privilegio de tener en nuestras manos la palabra viva y poderosa del Creador del universo. No es un libro como los demás. Es vibrante y activa; contiene las mismas palabras que dan vida. “Escucha”, dice Dios, “escucha Mi voz”. No mires hacia afuera, a tus circunstancias, a las constantes distracciones visuales que te rodean, a los desastres globales que impregnan las noticias; no. ¡Escucha! ¡Toma el Libro con mayor frecuencia y fidelidad, y escucha la voz del Señor!
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