por: Abigail Wood, Escritora Puentes para la Paz
Cuando primero comencé a estudiar hebreo, mi maestra continuamente tenía que corregir mis preposiciones y conjunciones porque siempre las separaba de la palabra que modificaban o conectaban, dejándolas como letras individuales. Aprendí por fin que ninguna letra hebrea se deja sola. Si es una letra sencilla, se une a la palabra que modifica, o se le añade un consonante silencioso para que quede acompañada.
Esa es una metáfora que también representa a la comunidad judía. Ningún miembro se queda solo. La fuerza y la salud de la comunidad dependen de las acciones, las alegrías y las penas de cada uno de sus miembros. Aunque eso es cierto para la comunidad judía tradicional, es inusual en el mundo moderno secular. La tendencia general es el individualismo, personas reacias a tener que dar una explicación por su conducta y sin responsabilidad colectiva. Tristemente, los movimientos comunitarios colectivos a menudo se clasifican como «socialistas,» en lugar de ver la colectividad como parte de una comunidad altamente espiritual.
El individualismo radical que permea la cultura secular de hoy día se observa aún en la Iglesia cristiana, donde abundan libros de auto-ayuda como: El Alma Próspera: Tu Jornada hacia una Vida más Plena, o Seguridad Personal: Cómo Puedes Desarrollar Relaciones Buenas y Evitar las Malas. Con los temas enfocados en uno mismo, algunas secciones de la librería cristiana comienzan a parecerse a revistas de consejos superfluos y estudios sobre cómo podemos mejorarnos como individuos. En fin, todo se trata de ser una mejor versión de uno mismo, ¿cierto? Realmente, no.
Los temas mencionados anteriormente revelan una obsesión con el individuo que resulta destructivo tanto para la comunidad espiritual judía como cristiana. De hecho, uno de los pilares centrales del cristianismo es la creencia de que no tenemos la capacidad de vencer nuestra naturaleza pecaminosa por nosotros mismos. Pero si pensamos que podemos arreglarnos espiritualmente, quitamos nuestra atención del Señor y la ponemos en nuestras propias fuerzas o limitaciones. Como resultado, ese tipo de continua introspección nos impide relacionarnos con la comunidad que nos rodea.
No podemos exagerar la importancia expresada en la Tanaj (Gén.-Mal.) y las Escrituras de los Apóstoles (Mat.-Apoc.) sobre la vida comunitaria. Desde un principio, cuando el ser humano fue creado a imagen de Dios, este ha compartido la naturaleza social de Dios, y fue llamado a vivir en relación no sólo con Dios sino también con su semejante. Dios dijo en Génesis que «no es bueno que el hombre esté solo…» (Gén. 2:18). Un Salmo muy conocido detalla cómo el hombre debe vivir en comunidad: «Miren cuán bueno y cuán agradable es que los hermanos habiten juntos en armonía» (Sal. 133:1).
Es importante que comprendamos la responsabilidad que cada individuo tiene en el reino de Dios. Ezequiel 18 dice que si un hombre es verdaderamente bueno, justo y honesto, entonces no tiene que sufrir los pecados de su padre o hijo: «La justicia del justo será sobre él y la maldad del impío será sobre él» (Ezeq. 18:20b). Claramente, según la fe cristiana, la salvación debe ocurrir a nivel individual, porque ningún pariente puede hacer que un ser querido crea en Yeshúa (Jesús) para ser salvo.
Sin embargo, la Biblia está llena de ejemplos cuando la nación completa de Israel se tornaba hacia Dios o se alejaba de Dios. Vemos, en Números 16, cómo las familias fueron condenadas juntamente con Abiram y Datán por su rebelión. Y en Hechos 16, vemos cómo toda la familia del carcelero resultó salva cuando éste creyó en el Señor, y todos los miembros de la familia también fueron bautizados. Las acciones de un individuo, aunque cada uno es culpable por su propio pecado, afectan a los de su comunidad inmediata, y a veces de manera muy drástica.
La comunidad también es necesaria para que cumplamos los mandamientos de Dios. Por ejemplo, los Diez Mandamientos se obedecen a nivel individual cuando se trata de no hacer imágenes, no tomar el nombre del Señor en vano y no adorar a otros dioses. Pero también requieren una comunidad para que puedan ser obedecidos, y dependen de la interacción comunitaria: honrar a los padres, guardar el sábado, no asesinar, no robar, no dar falso testimonio y no codiciar lo ajeno. Por otro lado, los pecados de la comunidad pueden tener un efecto negativo sobre el individuo cuando las personas viven juntas.
¿Qué es una comunidad? Mordecai Kaplan, en Basic Values in Jewish Tradition [Valores Básicos en la Tradición Judía], define la comunidad como «una forma de organización social en que el bienestar de cada cual es preocupación de todos, y la vida de la totalidad es preocupación de cada cual.» El concepto de la comunidad es céntrico en el judaísmo, porque está directamente relacionado con el concepto judío sobre Dios.
Milton Steinburg escribe en su libro Basic Judaism [Judaísmo Básico] que la tradición judía enseña que todos procedemos de Dios y que ninguno puede ser exento de demostrar bondad y respeto. Él alega que no hay excepciones para ello. Dice: «No puedo respetar demasiado a mi semejante. Al contrario, como él posee algo de Dios, el valor moral de esa persona es infinito.» En otras palabras, cada individuo refleja la luz de Dios. La tradición judía expresa que, como los individuos son unidos el uno al otro por haber procedido todos de la unicidad de Dios, nuestra unidad corre más profundamente que nuestras diferencias. Como dice Steinburg, todos somos «hermanos en Dios.»
David Sears también habla de eso en Compassion for Humanity in the Jewish Tradition [Compasión por la Humanidad en la Tradición Judía]. Escribe que todos los hombres, como han sido creados a imagen de Dios según Génesis 1:27, están en Dios y provienen de Él. Los hombres judíos se amarran el tefilín (cajita cuadrada que contiene el Shemá) a sus cabezas cuando oran, según ordena Deuteronomio 6. El Shemá lee: «Escucha, oh Israel, el SEÑOR es nuestro Dios, el SEÑOR uno es» (Deut. 6:4). Por lo tanto, cuando un hombre judío ora, amarra a su cabeza y su brazo la idea de ejad, la unicidad. Sears dice: «Hay una razón profunda por la que todas las naciones del mundo deban relacionarse con este precepto singularmente judío. El tefilín expresa de manera especial el misterio de la Unicidad de Dios que, por definición, incluye a todo lo existente.»
Eso refleja una idea radical sobre la igualdad ante Dios en el judaísmo. Cada ser humano, habiendo sido creado de manera especial por un Dios de infinitos detalles, lleva en Sí mismo no sólo la huella digital de su Creador sino también parte de Su naturaleza. Los rasgos humanos que componen cada personalidad singular son un regalo del Creador, pero no son de origen propio. Por el contrario, según Kaplan, las características «se observan en él, pero realmente existen en Dios.»
Un buen ejemplo de esta idea sobre la comunidad judía se puede observar en los eventos ocurridos en torno a la captura y liberación de Gilad Shalit, un soldado israelí aprisionado por Hamás durante cinco años hasta que fue liberado en 2011. La liberación de Shalit tuvo un gran costo: Hamás exigió 1,027 prisioneros palestinos en intercambio, muchos de los cuales eran asesinos y terroristas quienes regresarían a sus previas actividades luego de ser liberados de prisión. ¿Por qué Israel estaría de acuerdo con liberar a tan monumental número de peligrosos hombres y mujeres para recibir sólo a un israelí? Independientemente de las opiniones políticas y sociales sobre esta controversial negociación, una cosa quedó clara: Israel estaba dispuesto a entregarlo todo por un solo soldado. Para el país, Shalit era el hijo de cada madre y el hermano de cada cual. Su pérdida era la pérdida de toda la comunidad y no de una sola familia.
Esa mentalidad hace más sentido cuando lo consideramos desde la perspectiva hebraica bíblica. Todo está conectado y, a diferencia de las tendencias helenísticas que surgieron de la mentalidad griega, nada puede separarse del ambiente que lo rodea. La fe permea la vida diaria; la comunidad es afectada y apoyada por el individuo; y un soldado aprisionado por Hamás tiene el poder para cautivar los ojos y los corazones de toda una nación.
No obstante, dicha comunidad tan íntimamente conectada también está susceptible a fracasar en colectividad. En la tradición judía, una comunidad que puede ser corporalmente «justa» ante los ojos de Dios también puede caer en pecado de manera nacional, incluso por causa de un solo individuo.
Existe una enseñanza rabínica sobre unos hombres que se encontraban en un pequeño bote a la deriva en el mar. Uno comienza a hacer un hoyo en el fondo del bote, y los demás se asustan y le gritan: «¡Mira, insensato! ¿Qué haces?» Y el hombre responde: «Esto no les incumbe. El hoyo está debajo de mi asiento, ¿no?»
El relato ilustra cómo las acciones de un hombre pueden destruir a la comunidad completa. No hay tal cosa como un pecado «personal» o «privado.» Nuestro pecado puede hundir al bote entero si persistimos y rehusamos arrepentirnos.
Deuteronomio 24:16 nos asegura que «los padres no morirán por sus hijos, ni los hijos morirán por sus padres…» Pero también leemos ejemplos de castigos generacionales en la Torá (Gén.-Deut.). En Éxodo 20:5, cuando el Señor dicta el segundo mandamiento, advierte que Él es un Dios celoso, y… «castigo la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta latercera y cuarta generación de los que Me aborrecen.»
Vemos otro ejemplo de castigo generacional por causa de un pecado contra Dios en el conocido relato de David y Betsabé, terminando con la muerte de su hijo. Consideremos el caso previamente mencionado de Datán y Abiram en Números 16, cuando la familia completa murió en el desierto a consecuencia de haberse unido a Coré en rebeldía contra Moisés y Aarón. El Señor había dicho al pueblo que se alejara de las tiendas se esos dos hombres culpables. «Datán y Abiram salieron y se pusieron a la puerta de sus tiendas, junto con sus mujeres, sus hijos y sus pequeños» (Núm. 16:17b). Ante la vista de todos, «la tierra abrió su boca y se los tragó, a ellos y a sus casas y a todos los hombres de Coré con todos sus bienes. Ellos y todo lo que les pertenecía descendieron vivos al Seol; y la tierra los cubrió y perecieron de en medio de la asamblea» (Núm. 16:32-33).
¿Por qué la familia entera tuvo que sufrir tan drástico castigo junto con los rebeldes? Porque los individuos, las familias y su comunidad están íntimamente relacionadas entre sí. El incienso que quemó Coré, y la respuesta rebelde de Datán y Abiram, no representaban un pecado meramente individual. Ellos no fueron los únicos que pecaron, porque sus familias ya se habían apartado de Dios y habían dejado de servir al Señor de todo corazón. Y si ellos se quedaban sin castigo, entonces se contaminaría la comunidad entera.
Tal concepto de pecado y arrepentimiento comunitario es céntrico en el judaísmo. La fiesta anual de Yom Kipur, el Día de Expiación, es un tiempo para procurar el perdón de Dios de manera individual y también colectiva. Durante Yom Kipur, la comunidad entera deja de trabajar y dedica el día al ayuno y a servicios especiales de arrepentimiento en las sinagogas. Ese ayuno es la culminación de los diez días previos de arrepentimiento, comenzando en Rosh HaShaná (nuevo año judío), una época de expiación para el individuo, la comunidad y la nación.
La primera vez en que leemos sobre una expiación corporativa fue luego de que el pueblo de Israel pecara con el becerro de oro mientras Moisés se encontraba en el Monte Sinaí. Ese fue un pecado nacional y comunitario, y requería de un castigo comunitario. Así como el individuo, la comunidad puede tener una identidad tanto justa o malvada, y puede recibir castigo o recompensa en base a esa identidad.
Pablo también escribió en 1 Corintios 12:13 que todos fuimos bautizados en un solo cuerpo, ya sea judío o griego, esclavo o libre. Como resultado de ese bautismo en el Cuerpo de Cristo, somos llamados a tratar a los demás como nosotros quisiéramos ser tratados por ellos. Si una parte del cuerpo sufre, toda la comunidad sufre, así como se hundiría el bote entero si alguien hace un hoyo bajo su asiento individual. Pablo criticó fuertemente la división en el cuerpo, exhortando que nos cuidemos el uno al otro. «Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; y si un miembro es honrado, todos los miembros se regocijan con él» (1 Cor. 12:26).
Los pleitos dentro del Cuerpo de Cristo son perjudiciales, así como sufre la persona por un desorden auto-inmunológico. Tal conducta debilita al cuerpo y lo distrae de lo que debe ocuparle. Los cristianos debemos mirar a la comunidad para servirla y honrarla, y por medio de nuestro servicio a los hermanos, glorificamos así a Dios. Pero los del Cuerpo de Cristo a menudo se ven tentados a atacarse entre sí por medio de discordias, discusiones y chismes. La verdadera comunidad estimula un auto-cuidado saludable y un interés en el bien del grupo, mientras que el chismoso sólo procura los intereses propios. Por lo tanto, enfermedades dentro del cuerpo deben ser atendidas para que el cuerpo funcione sin problemas y divisiones.
Es crítico que el Cuerpo esté fuerte en Cristo para que venza las luchas internas de la comunidad. Los cristianos somos llamados a ministrarnos el uno al otro y procurar la unidad ante Dios. También somos llamados a cuidar de los pobres y necesitados, y consolar a los huérfanos, aunque la persona sea bautizada en el Espíritu o no.
Isaías dijo: «Y si te ofreces ayudar al hambriento, y sacias el deseo del afligido, entonces surgirá tu luz en las tinieblas, y tu oscuridad será como el mediodía» (Isa. 58:10). El Evangelio también exhorta a los creyentes para que ayuden con liberalidad: «En todo les mostré que así, trabajando, deben ayudar a los débiles, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: ‘Más bienaventurado es dar que recibir'» (Hechos 20:35).
Una comunidad saludable enfatiza las ideas de caridad y compasión. Pero Milton señala que la tradición judía percibe la caridad como algo más que simple compasión. La ve como una «rectificación de los defectos comunitarios.» Una de las palabras hebreas para caridad es zedaká, que también se traduce como «rectitud.» La idea es que la caridad comunitaria rectifica a la comunidad y le restaura parte de su dignidad perdida.
La palabra hebrea por compasión es rajam, muy parecida a rejem, que significa «matriz.» Por ende, la compasión es expresada más plenamente en el amor maternal: si el niño sufre, también sufre la madre. La madre está dispuesta a sacrificar cualquier cosa por su hijo, no sólo porque simpatiza, sino porque empatiza. Simpatía es lo que uno siente cuando se interesa por alguien y lamenta que atraviese una dificultad. Eso es admirable, pero la empatía es mucho más. Empatía es la capacidad de comprender el sentimiento de otro porque uno mismo lo experimenta. No es mera compasión, sino que realmente siente el dolor ajeno.
De la misma manera, la compasión podría estimular la acción de alimentar al necesitado o cuidar de los huérfanos, un necesario ingrediente de la caridad. Pero la empatía penetra hasta el dolor del otro, y la persona entonces realiza actos de caridad para aminorar el dolor que ambos experimentan mutuamente.
Todo eso queda más claro a la luz de una verdadera comunidad espiritual. Si somos «uno» por medio de Dios, entonces debemos sentir el dolor de los que nos rodean tan agudamente como si fuese el nuestro. Eso produce en nosotros el deseo de brindar ayuda, porque vemos a nuestro semejante con la compasión o empatía de un amor maternal y somos conmovidos por el corazón de Dios para experimentar su dolor como el nuestro.
Zacarías 7:9 nos exhorta: «Juicio verdadero juzguen, y misericordia y compasión practiquen cada uno con su hermano.» Israel desobedeció esa exhortación, y Dios lo envió al exilio. Pero antes de que ejecutara Su castigo, Dios le dijo que su falta de justicia, compasión y caridad se debía a que «se taparon los oídos para no oír, y endurecieron sus corazones como el diamante para no oír» (Zac. 11b, 12a). Aquí vemos que la falta de compasión y caridad se debe al endurecimiento del corazón para no escuchar la Ley de Dios.
Por lo tanto, una compasión verdadera, que palpe el dolor ajeno con empatía, no puede ocurrir si rehusamos escuchar a Dios y endurecemos nuestros corazones. Proverbios 28:27 confirma ese vínculo entre voluntariamente ignorar la necesidad del otro y la falta de compasión y misericordia: «El que da al pobre no pasará necesidad, pero el que cierra sus ojos tendrá muchas maldiciones.» No cerremos nuestros ojos ni oídos. Hemos recibido el regalo de la comunidad por medio del Cuerpo de Cristo. Vivamos en esa comunidad.
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