por: Rvda. Cheryl Hauer, Vicepresidenta Internacional
Recientemente tuve el privilegio de participar en un estudio bíblico enfocado en el concepto de la ciudadanía. Las conversaciones fueron fascinantes al explorar nuestro entendimiento de lo que significa el ser ciudadano de un país, del mundo y del cielo. A pesar de ello, cuando el estudio terminó yo sentí que tan solo habíamos acariciado la superficie. En este estudio bíblico me gustaría profundizar en el efecto que produce en nuestras vidas, el realmente entender el concepto de ciudadanía como miembros del Reino de Dios.
[El diccionario] Merriam–Webster define un ciudadano como “una persona nativa o naturalizada que le debe lealtad a un gobierno y tiene el derecho de ser protegido por él”. El mismo diccionario también describe un ciudadano como “alguien que tiene los derechos y privilegios de un hombre libre”.
Un individuo se convierte en ciudadano ya sea por descendencia, es decir, por nacimiento; o por naturalización, un proceso legal por el que pasa para obtener la ciudadanía. Hoy en día, incluso se puede comprar la ciudadanía en algunos países a través de programas de inversión.
Independientemente de cómo se obtenga el estatus, todos los ciudadanos deben respetar y obedecer las leyes del país y deben sufrir las sanciones en caso de infringir esas leyes. También se espera que paguen impuestos, participen en sus comunidades y respeten los derechos de los demás. En algunas naciones, deben registrarse para el reclutamiento militar. Ya sea que un país tenga o no dicho programa, los ciudadanos pueden ser llamados a luchar en las guerras de su país.
Sin embargo, no todo se trata de responsabilidades. Los ciudadanos también tienen derecho a ciertos beneficios proporcionados por sus gobiernos. Estos pueden incluir protecciones personales y nacionales, varios derechos personales, incluido el derecho al voto y a un juicio justo; y en algunos países, las libertades de la vida, la independencia y la búsqueda de la felicidad.
Pero, ¿qué significa ser un ciudadano del cielo? ¿Cuál es la aplicación espiritual más profunda aquí? Los rabinos dicen que para comprender la ciudadanía tanto en el ámbito natural como en el espiritual, debemos volver a la Torá (Gn-Dt). Y creo que para nosotros como cristianos, ese viaje comienza con una historia.
Se cuenta la historia de un hombre que era ciudadano de una tierra llamada Oscuridad bajo el liderazgo de un tirano que gobernaba con mano de hierro. El mal prevalecía en el gobierno y la maldad estaba en todas partes. El hombre se veía obligado a obedecer las leyes del país, sin importar cuán injustas las creyera, o pagar penalidades que no podía pagar. Sus impuestos se destinaron a financiar los caprichos injustos y malvados de su líder y se sentía impotente para hacer algo al respecto.
Sin embargo, todo cambió cuando el gran y benévolo rey de un reino vecino invitó al hombre a mudarse. El hombre dudó al principio, temiendo no tener los fondos para cubrir lo que costaría tal reubicación. Pero el rey le aseguró que no tenía por qué preocuparse; la cuenta ya había sido pagada.
El malvado tirano, sin embargo, no estaba tan dispuesto a dejar ir al hombre. Intentó todo lo que se le ocurrió para detenerlo, pero se vio frustrado a cada paso. El rey benévolo había pagado un precio extravagante para comprar la libertad del hombre y el tirano no pudo evitarlo. Entonces el rey tomó al hombre de la mano y transfirió su ciudadanía del reino de las tinieblas al reino de la luz.
Para muchos de nosotros como cristianos, esta es nuestra historia. Vivíamos, como dice Colosenses 1:13, bajo el poder y control de las tinieblas hasta que el gran y benévolo Rey de los Cielos nos invitó a cambiar de domicilio. Ciudadanos por naturalización y no por descendencia, comenzamos el proceso de adaptación a nuestro nuevo hogar y la nueva identidad que vino con él.
Aprendimos nuevas formas de pensar y nuevos comportamientos. Incluso nuestro vocabulario tuvo que cambiar. Palabras como lucha, miedo, vergüenza, ansiedad e impotencia, junto con los conceptos que las acompañaban, fueron reemplazadas por paz, valentía, perdón, gozo y poder. Y la Biblia se convirtió en nuestra guía cuando nos convertimos en ciudadanos incipientes en el Reino de Dios.
En el libro de Filipenses, el apóstol Pablo introdujo este concepto cuando dijo: “Porque nuestra ciudadanía está en los cielos” (3:20a). Fue una declaración poderosa considerando la propia experiencia de Pablo como ciudadano romano.
Durante la vida de Pablo, una persona con ciudadanía romana era muy estimada. Entonces, como hoy, había diferentes niveles. Los que eran ciudadanos por nacimiento, como Pablo, estaban en el nivel más alto de los estratos sociales. Aquellos que compraron su ciudadanía pudieron aprovechar sus beneficios pero no compartieron la aclamación social que la acompañaba. La posición de Pablo se vio reforzada por el hecho de que procedía de Tarso, una ciudad importante en el mundo romano debido a su ubicación en una ruta comercial. También era un centro de erudición de gran prestigio, hogar de una universidad de considerable reputación.
Durante su vida, Pablo habría disfrutado de muchos privilegios debido a esa ciudadanía y ciertamente la usó a su favor más de una vez. En Hechos 22, fue rescatado por una ley romana que protegía a los ciudadanos del encadenamiento, flagelación o ejecución sin juicio. Los soldados estuvieron a punto de azotarlo, pero el proceso se detuvo cuando mencionó su ciudadanía. El comandante, que había comprado su propia ciudadanía, se asustó cuando descubrió que Pablo era un ciudadano por descendencia y lo puso bajo custodia protectora. Más de una vez, la ciudadanía romana de Pablo le salvó la vida.
Sin embargo, alentó a sus seguidores a que, independientemente de sus beneficios, lo consideraba basura en comparación con la grandeza de tener una relación con el Mesías. Nuestra ciudadanía, les dijo, está en los cielos. En efecto, estaba diciendo que nuestra protección y provisión, nuestra seguridad y dirección, nuestras propias vidas y nuestro futuro eterno están asegurados porque somos ciudadanos del Reino de Dios. Y ahí es donde debe estar nuestra lealtad.
Cuando se entregó la Torá (Gn-Dt), el campamento israelita difícilmente podría haber sido considerado una nación en su sentido más puro. Eran doce tribus, unidas superficialmente por la historia de sus antepasados y la promesa de Dios de restaurarlos a su antigua patria. Pero el plan de Dios era mucho más grande que solo la restauración. Su pueblo entraría en la Tierra Prometida y crearía una sociedad, una nación como ninguna antes. Esta nación sería construida sobre Sus principios con la Torá en su corazón, una nación dedicada a la paz y a la dignidad de todo ser humano. De estas personas, el mundo aprendería cómo Él pretendía que fueran las naciones y cómo deseaba que funcionaran.
Según el Rabino Jonathan Sacks, una sociedad solo puede ser buena cuando se vuelve consciente de nosotros, no preocupada por lo que es mejor para mí, sino por lo que es mejor para todos nosotros juntos. Esto es tener la Torá en el corazón. Una nación se fortalece cuando se preocupa por sus débiles; se enriquece cuando se preocupa por sus pobres; y se vuelve invulnerable cuando se preocupa por sus vulnerables. Una nación se hace buena, dice el Rabino Sacks, cuando las elecciones de las personas que viven en ella, sus ciudadanos, reflejan amor y preocupación por los demás.
Los eruditos cristianos y judíos por igual están de acuerdo en que los fundamentos de la ciudadanía se encuentran en Génesis: “Este es el libro de las generaciones de Adán. El día que Dios creó al hombre, a semejanza de Dios lo hizo. Varón y hembra los creó. Los bendijo, y los llamó Adán el día en que fueron creados” (Gn 5:1-2).
Al principio, se nos dice que la humanidad es creada a imagen del Santo, Dios dejando Su chispa divina en cada ser humano. Este principio —que la vida y la dignidad son los derechos otorgados por Dios a todas las personas— es el fundamento del monoteísmo ético y la base de lo que podríamos llamar ciudadanía bíblica. El sabio del siglo II, Ben Azzai, creía que era el principio más importante de la Torá, y el gran sabio Hillel lo afirmó con su famosa declaración: “No hagas a los demás lo que es odioso para ti”.
También en este principio fundamental se basa la enseñanza de Hillel de que destruir la vida de una persona es destruir todo un mundo, mientras que quien preserva la vida de una persona es como si hubiera preservado todo el mundo. La Torá otorga el valor más alto a la vida de cada individuo y responsabiliza a cada uno por el cuidado de quienes los rodean. “Sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo soy el Señor” (Lev 19:18b). Esta es la conciencia de nosotros en su máxima expresión.
Esa conciencia de nosotros requiere una preocupación por el extraño y el vulnerable, dice la Torá, un amor que va más allá de nosotros mismos, incluso para amar a los que no son amados. «Él hace justicia al huérfano y a la viuda, y muestra Su amor al extranjero dándole pan y vestido. Muestren, pues, amor al extranjero, porque ustedes fueron extranjeros en la tierra de Egipto» (Dt 10:18-19).
También es necesario cuidar a los pobres. Levítico 25:35 enseña: “En caso de que un hermano tuyo empobrezca y sus medios para contigo decaigan, tú lo sustentarás como a un extranjero o peregrino, para que viva contigo”. Levítico 19:9-10 instruye además: “Cuando siegues la cosecha de tu tierra, no segarás hasta los últimos rincones de tu campo, ni espigarás el sobrante de tu cosecha. Tampoco rebuscarás tu viña, ni recogerás el fruto caído de tu viña; lo dejarás para el pobre y para el extranjero. Yo soy el Señor su Dios”.
Los trabajadores también deben ser tratados con justicia. «No oprimirás al jornalero pobre y necesitado, ya sea uno de tus conciudadanos o uno de los extranjeros que habita en tu tierra y en tus ciudades. En su día le darás su jornal antes de la puesta del sol, porque es pobre y ha puesto su corazón en él» (Dt. 24:14-15a).
Hay literalmente cientos de otros versos en la Torá que pintan un cuadro de cómo Dios pretendía que fuera Su nación y cuál tendría que ser el comportamiento de sus ciudadanos para tener éxito. Los lectores de los Escritos de los Apóstoles (NT) reconocerán las mismas instrucciones, el mismo corazón, a veces incluso los mismos versículos, ya que Jesús (Yeshúa) y los primeros líderes de la Iglesia compartieron el mismo mensaje.
Los términos ‘Reino de Dios’ y ‘Reino de los Cielos’ eran intercambiables en los días de Pablo y se referían no tanto al cielo que asociamos con la vida después de la muerte, sino a aquellos lugares donde el pueblo de Dios se rendía a Él y vivía su vida de acuerdo con Sus principios. Tal vez como ciudadanos del cielo que Pablo dice que somos, nos está animando a vivir una ciudadanía bíblica, desarrollar un corazón conforme a la Torá (Gn-Dt) y una conciencia de nosotros, amando verdaderamente a nuestro prójimo como nos amamos a nosotros mismos.
El maestro de Biblia del siglo XX, Warren Wiersbe, lo dijo de esta manera: “Los cristianos tienen una doble ciudadanía —en la tierra y en el cielo— y nuestra ciudadanía en celestial debería hacernos mejores personas aquí en la tierra”. Pero quizás el profeta Miqueas lo dijo mejor: «Él te ha declarado, oh hombre, lo que es bueno. ¿Y qué es lo que demanda el Señor de ti, sino solo practicar la justicia, amar la misericordia, y andar humildemente con tu Dios?» (6:8).
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