por: Abigail Wood, Escritora Puentes para la Paz
Sin lugar a dudas, uno de los nombres más conocidos en la Biblia es Moisés, el hombre elegido por Dios para sacar a Su pueblo de Egipto y llevarlo por el desierto a la Tierra Prometida. Como todos los hombres, tenía sus defectos, pero Adonai repetidamente lo describió como un líder humilde y de corazón servil. A lo largo de la Torá (Gen. a Deut.) y el Tanaj (AT), Moisés es llamado como “siervo de Dios,” “Mi siervo,” “el siervo del Señor” y otras cosas parecidas. De hecho, el término “siervo” se aplica a él más que a cualquier otra persona en la Biblia, incluyendo a Jesús (Yeshúa).
Dios responsabilizó a Moisés de cuidar a Su pueblo, los israelitas. Moisés a menudo actuaba como intermediario entre el pueblo a quien servía y Dios, entregándoles la ley de Dios, apoyándolos en el viaje a través del desierto y enseñándoles sobre cómo vivir y adorar a Dios.
Dios mismo dijo de Moisés: “En toda Mi casa él es fiel” (Núm. 12: 7). ¿Qué le hizo destacarse tanto ante los ojos del Señor? Un examen más detenido de las cualidades de Moisés muestra que, a pesar de sus fallas, era un hombre cuyo liderazgo se esforzaba por servir no sólo al Dios Todopoderoso, pero también al pueblo que se le había confiado.
Aunque la sociedad moderna podría ver contrariedad entre el liderazgo y la servidumbre, en realidad están destinados a ir de la mano. Pero el concepto de un líder servil es confuso sólo si creemos que los líderes son poderosos dictadores que obligan a otros para hacer su voluntad sin pensar en el bienestar del pueblo, o si consideramos a los siervos sólo como trabajadores mendigos y pendencieros que trabajan silenciosamente tras bastidores. El general Bruce C. Clarke, un oficial militar que prestó servicio durante la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Corea, aclaró perfectamente el concepto cuando dijo: “Se le otorga un rango a alguien para que pueda servir mejor a los que están por encima y por debajo de este. No está permitido que practique su idiosincrasia.”
El verdadero liderazgo es servidumbre, algo que vemos modelado una y otra vez en la Palabra por los patriarcas, jueces, profetas y apóstoles, sin mencionar nuestro máximo ejemplo, Jesús (Yeshúa). El liderazgo servil torna al revés las ideas mundanas respecto al poder: en lugar de personas trabajando para servir a un líder, el líder existe para servir a las personas.
Moisés presenta ese mismo rol, y Dios lo expresa a lo largo de las Escrituras. El apóstol Pablo nos pinta un retrato de Moisés en Hebreos 11, cuando escribió: “Por la fe Moisés, cuando ya era grande, rehusó ser llamado hijo de la hija de Faraón, escogiendo más bien ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los placeres temporales del pecado. Consideró como mayores riquezas el oprobio de Cristo que los tesoros de Egipto, porque tenía la mirada puesta en la recompensa” (Hebreos 11: 24-26). El apóstol describió la primera vez en que Moisés determinó servir a su pueblo cuando eligió identificarse con la aflicción del pueblo de Dios en lugar de con el lujo y la posición de la casa del Faraón.
Esa fue también la primera acción de Moisés como líder, reflejando así su corazón de siervo que hizo que su liderazgo fuera tan exitoso. El rabino Jonathan Sacks explicó en su libro Exodus: The Book of Redemption (Éxodo: El Libro de la Redención) que una persona judía ve a un líder como alguien que “se identifica con su pueblo, quien también está consciente de las faltas de ellos, pero está convencido de que pueden alcanzar grandeza y valiosa estima ante los ojos de Dios.” Moisés optó por alinearse con el Dios de Israel y, por lo tanto, se asoció con una nación que, aunque profundamente defectuosa y a veces completamente malvada, eran hijos de una gran promesa.
Cuando Moisés estuvo parado frente a la zarza ardiente recibiendo el llamado de Dios para hablar con Faraón y sacar a los israelitas de Egipto, su primera respuesta fue insistir en que no estaba preparado. Argumentó que no podía hablar bien. Era un marginado de la sociedad y un príncipe convertido en pastor. Para colmo, su último acto en Egipto antes de huir había sido el asesinato. Aunque leemos en Hechos 7:22 que Moisés fue “instruido en toda la sabiduría de los Egipcios, y era un hombre poderoso en palabras y en hechos,” no consideró ese conocimiento como suficiente capacidad para sacar a su pueblo de la esclavitud.
En un artículo titulado Feast: Moses Servant of God (Fiesta: Moisés Siervo de Dios), John W. Ritenbaugh lo expresa muy bien: “Cuando Dios lo llamó desde la zarza ardiente, [Moisés] estaba listo. No se dio cuenta en ese momento, pero estoy seguro que era un hombre muy cambiado, muy humillado, como resultado de su educación como pastor y de su caída del poder, y sabía que era muy diferente a cuando era líder en Egipto.”
A pesar de las razones exactas tras sus inseguridades, las objeciones iniciales de Moisés fueron claras frente a la zarza ardiente: “¿Y si no me creen, ni escuchan mi voz? Porque quizá digan: ‘No se te ha aparecido el SEÑOR’” (Éxodo 4:1). Luego dijo: “Por favor, Señor, nunca he sido hombre elocuente. Ni ayer ni en tiempos pasados, ni aun después de que has hablado a Tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua” (v. 10). Sin embargo, Dios inmediatamente descartó ese auto-desprecio y dijo: “¿Quién ha hecho la boca del hombre? ¿O quién hace al hombre mudo o sordo, con vista o ciego? ¿No soy Yo, el SEÑOR? Ahora pues, ve, y Yo estaré con tu boca, y te enseñaré lo que has de hablar” (vs. 11–12).
Esta interacción es aún más significativa cuando se ve en el contexto de algunas de las palabras más tiernas de Dios respecto a su siervo Moisés. Leemos que “Moisés era un hombre muy humilde, más que cualquier otro hombre sobre la superficie de la tierra” (Núm. 12:3). Sin embargo, vemos la impaciencia del Señor con Moisés en la zarza ardiente, pero Dios le dijo que hablara con el faraón en representación del pueblo de Israel, y la elocuencia de Moisés jugaba muy poco o nada en la ecuación. Finalmente, Moisés fue un gran líder simplemente por quién era Dios y no por su propia dignidad. Cuando Dios describió a Moisés como el hombre más humilde “sobre la superficie de la tierra,” incluso en los momentos más victoriosos de la vida de Moisés, sólo se debía al Dios a quien este servía.
Un claro ejemplo del amor de Moisés por su pueblo se puede encontrar luego de una de las mayores transgresiones del pueblo. En Éxodo 32, Moisés subió a la montaña para recibir de Dios las tablas de la Ley. En su ausencia, la gente se desesperó y erigió un becerro de oro para adorarlo. La ira de Dios ardió ferozmente contra esa flagrante idolatría. “He visto a este pueblo, y ciertamente es un pueblo terco. Ahora pues, déjame, para que se encienda Mi ira contra ellos y los consuma. Pero de ti Yo haré una gran nación” (Ex. 32: 9-10). Es importante tener en cuenta los términos exactos de lo que Dios le ofrecía a Moisés. Él mantendría Su promesa con Moisés y haría de él una gran nación, si tan sólo Moisés se hiciera a un lado mientras la ira de Dios consumía a los pecadores israelitas.
Esa oferta probablemente hubiera sido irresistible para cualquier líder hambriento de poder. Después de todo, Moisés debe haber estado bastante cansado de todas las quejas y de escuchar: “Estaríamos mejor en Egipto.” Los israelitas ciertamente no actuaban como un pueblo elegido, postrados frente a un dios falso y ofreciendo sacrificios a una abominación. Sin embargo, el corazón de Moisés estaba con su pueblo, independientemente de su pecado. Suplicó a Dios, recordándole a Adonai Sus promesas: “Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel, Tus siervos, a quienes juraste por Ti mismo, y les dijiste: ‘Yo multiplicaré la descendencia de ustedes como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de la cual he hablado, daré a sus descendientes, y ellos la heredarán para siempre’” (Éxodo 32:13). El Señor accedió, y Moisés comenzó su descenso por la montaña.
Moisés tuvo otra oportunidad de interceder por el pueblo después de una primera ronda de juicio llevada a cabo a manos de los levitas. Moisés regresó ante el Señor y le rogó: “¡Ay!, este pueblo ha cometido un gran pecado: se ha hecho un dios de oro. Pero ahora, si es Tu voluntad, perdona su pecado, y si no, bórrame del libro que has escrito” (Éxodo 32: 31–32). ¡Que el peso de esa acción no se pierda en nosotros! Moisés estaba dispuesto a que su nombre fuese borrado del Libro de la Vida con tal de que Dios perdonara a Su pueblo. Ese fue un momento de dramático liderazgo servil del gran patriarca, pero no el único.
Moisés enfrentó gran oposición durante su rol como líder. En cierto momento, incluso su propia familia, se alzó contra él. Leemos en Números 12 que Miriam y Aarón hablaron contra Moisés por causa de la mujer etíope con quien se había casado. Comenzaron a cuestionar si Dios realmente había hablado a través de Moisés, alegando que Dios también había hablado a través de ellos. La respuesta de Dios fue bellamente tierna. Dijo: “Cara a cara hablo con él, abiertamente y no en dichos oscuros, y él contempla la imagen del SEÑOR” (Núm. 12: 8). Debido a que Moisés era el siervo de Dios, las acusaciones de Miriam y Aarón no eran sólo contra Moisés. Eran en contra de Dios, también. Dios afligió a Miriam con lepra y, una vez más, la respuesta de Moisés fue exactamente la que ya habíamos visto modelada por su liderazgo servil. Suplicó a Dios: “Oh Dios, sánala ahora, Te ruego” (v. 13). En ningún momento de ese capítulo Moisés se defendió contra la acusación de Miriam y Aarón. La única vez que habló fue para rogar a Dios que tuviera piedad de ellos.
Más adelante en Números, encontramos otra historia de la intercesión de Moisés en bien de Coré, Datán y Abiram cuando se levantaron en oposición a Moisés y Aarón. La ira de Dios ardió ferozmente, pero nuevamente vemos a Moisés (y esta vez también Aarón) con rostro en tierra para que tuviese misericordia del pueblo de Israel. Aunque Dios inicialmente les dijo que se separasen de la congregación para poder juzgarla, los hombres suplicaron: “Oh Dios, Dios de los espíritus de toda carne, cuando un hombre peque, ¿te enojarás con toda la congregación?” (Núm. 16:22).
Esa repetida disposición de poner la otra mejilla, permitir que Dios pelee sus batallas e interceder en nombre de sus enemigos caracteriza el liderazgo servil de Moisés. ¿Cómo pudo Moisés abstenerse de responder a tales abusos? Me encanta la forma en que el autor Dewey Beegle lo explica en su libro Moses, Servant of Yahweh (Moisés, Siervo de Yahvé). El escribe:
El tiempo tiene la manera de pintar aureolas en los retratos de grandes hombres, y Moisés no es una excepción. Sin embargo, aquellos pasajes que lo describen como un gigante están equilibrados con los que lo presentan como un humano con todas las limitaciones de carne mortal. El personaje principal en toda la historia es Yahvé. Moisés era un hombre dotado, pero fue sólo por la gracia de Yahvé que vivió para ejercer esos dones… De principio a fin, las narrativas bíblicas dejan ver claramente que la grandeza de Moisés se debía a la relación personal, cara a cara, que tenía Yahvé con él.
La confianza de Moisés ante la oposición resultó de su reconocimiento de que la oposición en contra suya era oposición contra Yahvé, como mencionado anteriormente. No necesitaba defenderse porque Dios haría eso por él. Debemos esforzarnos en emular esa hermosa verdad de la Torá, la que Jesús ilustró en los Escritos de los Apóstoles (NT) de que bendigamos a los que nos maldicen, que seamos pacificadores y que reconozcamos que el postrero será el primero (Mat. 20:16).
Jesús (Yeshúa) habló a menudo sobre esta economía “al revés” de nuestro servicio y papel en el Reino de Dios. Él modeló el concepto de un líder con corazón servil que “Se despojó a sí mismo tomando forma de siervo” (Fil. 2: 7). Cuando los discípulos de Jesús estaban batallando por quién sería el “primero” en el Reino, Jesús calmó sus disputas con la siguiente verdad alarmante: “…y cualquiera de ustedes que desee ser el primero será siervo de todos. Porque ni aun el Hijo del Hombre vino para ser servido, sino para servir, y para dar Su vida en rescate por muchos” (Mar. 10: 44–45).
Jesús reunió a muchos seguidores mientras caminaba por la tierra. No le faltaron los fanáticos, a quienes les hubiera gustado que predicara la destrucción de los romanos, pero no lo hizo. Más bien, predicó un reino de pacificadores mansos, enlutados, misericordiosos, puros y perseguidos. Exhortó a la gente que diera más de lo esperado. Sacrificó Su reputación cuando se sentó con los pecadores y los ladrones, y cuando tocó a los marginados y mendigos. A veces vemos el momento en que Jesús lavó los pies de Sus discípulos (Juan 13) como un simple acto de bondad, pero en la antigüedad eso no era una cosa simple. En una ciudad llena de animales, suciedad y carente de higiene, los pies en sandalias abiertas se cubrían de mugre mientras el viajero llegaba a su destino. Como no era simple polvo, sino que a menudo también incluía excremento y otras cosas asquerosas, el lavado de pies era un trabajo desagradable relegado a los esclavos. Se puede imaginar lo increíble que debió ser cuando Jesús se envolvió en una toalla y, en el trabajo de los sirvientes más bajos, comenzó a lavar las partes más sucias y mugrosas de sus discípulos. Fue un acto tan servil que incluso Pedro exclamó diciendo: “¡Jamás me lavarás los pies!” (Juan 13: 8).
Pero Jesús tenía un plan más grande de lo que Pedro pudiese ver. Estaba modelando la actitud que Él quería que Sus discípulos tuvieran siempre: “Pues si Yo, el Señor y el Maestro, les lavé los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros” (v. 14). Jesús, el líder más grande de todos, demostró que el verdadero liderazgo implica sacrificarse por quienes ama y dirige.
El liderazgo servil de Moisés fue exactamente lo que el pueblo de Israel necesitaba para que pudiesen atravesar dificultades físicas y espirituales. La naturaleza servil de Moisés no lo hizo débil. Fue firme en defender lo que era correcto ante gran oposición, e incluso la muerte, y el último título que se le atribuyó fue el de ser siervo: “Y allí murió Moisés, siervo del SEÑOR…” (Deut. 34: 5).
El rabino Sacks habló sobre los últimos días de Moisés de la siguiente manera: “Un buen líder crea seguidores. Un gran líder crea líderes. Ese fue el mayor logro de Moisés, quien dejó tras sí a un pueblo dispuesto, en cada generación, de aceptar la responsabilidad de continuar con la gran tarea que él había comenzado.” Josué fue un buen líder, entrenado por un gran líder. Él esperó a Moisés en la parte baja de la montaña mientras este recibía los Diez Mandamientos y durante la fatídica construcción del becerro de oro. Josué pudo presenciar la respuesta del líder ante dicha dificultad. Ese entrenamiento fue lo que, en parte, preparó a Josué para guiar a la gente a donde Moisés no pudo entrar: a la Tierra Prometida.
Difícilmente puedo pensar en una mejor manera de ser conocido por el Señor que en la forma mencionada en Éxodo 33, donde leemos: “Y el SEÑOR acostumbraba hablar con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo” (v. 11). Si buscamos formas de imitar a Moisés y descubrir qué tipo de vida conduce a una relación tan íntima con Dios, tal vez su corazón servil sea un buen lugar para comenzar.
Podemos responder a la oposición con humildad porque Dios es nuestro defensor, si nos alineamos con Su voluntad. Podemos “lavar los pies de los demás” como lo hizo Jesús (Yeshúa), no sintiéndonos repelidos por situaciones indignas o incómodas, sino sirviendo desinteresadamente. Cada uno de nosotros está llamado a asumir un papel de liderazgo en nuestras comunidades, dirigiendo a otros hacia el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, para que un día Él pueda decir de nosotros: “Bien hecho, buen siervo y fiel.”
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