por: Cheryl L. Hauer, Vice-Presidenta
A VECES COMO CRISTIANOS, olvidamos que tenemos nuestro propio vocabulario y usamos una terminología que puede dejar a nuestros amigos no cristianos rascándose la cabeza, preguntándose de qué estamos hablando. Recientemente, me di cuenta de que no son los únicos que se confunden con nuestra manera de hablar. Hay muchas palabras en nuestro vocabulario cristiano que en realidad, los creyentes también suelen entender mal.
Una de esas palabras es “fe”. Aunque esta palabra aparece en la Biblia hasta 521 veces, dependiendo de la traducción, es una palabra que ha estado en controversia a lo largo de los siglos. El escritor de Hebreos nos dice que sin ella, es imposible agradar a Dios, por lo que parece que una comprensión correcta de este concepto es de suma importancia. Sin embargo, eso no ha impedido que la ferocidad de la tormenta azote a través de los siglos, su verdadero significado. Gracias a Dios que los escritores de la Biblia trabajaron muy duro para darnos una descripción de cómo debería ser la verdadera fe bíblica.
La palabra griega que se traduce casi exclusivamente como “fe” en los Escritos de los Apóstoles (NT) es pistis. Como la mayoría de las palabras, ésta tiene varias capas de significado, todas relacionadas con el concepto común de “creencia”. Pistis se refiere principalmente a lo que piensas, lo que crees que es verdad, lo que está en tu cabeza y con suerte, en tu corazón. En hebreo sin embargo, la palabra utilizada para fe es emuná, quizás mejor traducida como “fidelidad”. Es mucho más una palabra que lleva a la acción y podría traducirse mejor como “la creencia que se hace evidente por la acción”.
La controversia en la Iglesia ha continuado a través de los siglos. ¿La fe se trata de la creencia, o estamos hablando de justificarnos por nuestras obras? Hay quienes acusan al apóstol Santiago de afirmar que somos salvos por nuestras obras y así, terminan atrapando a la Iglesia en legalismo. Otros señalan a Pablo diciendo, según ellos, que enseña que las obras no tienen impacto para justificarnos delante de Dios y que somos salvos solo por gracia, lo que lleva a un hedonismo.
Quizá parte de todo el malentendido surge al no tomar en cuenta las diferentes audiencias a las que estos dos grandes hombres de Dios se estaban dirigiendo. Santiago tiene muy en claro que está escribiendo a sus hermanos judíos creyentes en Jesús (Yeshúa) que viven en dispersión, fuera de la nación de Israel. Estos judíos del siglo primero habrían crecido con la Torá (Gn. – Dt.), entendiendo completamente conceptos tales como el monoteísmo, la pureza, la justicia y la fidelidad de Dios y hacia Dios. Por otro lado, Pablo escribe a las congregaciones que consisten principalmente en personas recientemente salvadas del paganismo. Estos nuevos creyentes todavía estaban lidiando con los efectos del paganismo en sus vidas y sus pensamientos. Habían sido politeístas, tal vez creyendo en el sacrificio de niños o la prostitución en el templo. Muchos habrían pasado la mayor parte de sus vidas trabajando muy duro para comprar la redención de una miríada de dioses, garantizando así la seguridad y la prosperidad de sus familias. Estas cosmovisiones ampliamente divergentes entre sí, son las que habrían necesitado Santiago y Pablo para contar la misma historia.
Aunque Pablo fue muy claro acerca de que somos justificados (ser hechos justos) por la fe (pistis), también habló a menudo de nuestra consiguiente adopción como hijos, al estar habitando en Su Espíritu (Gálatas 4: 6). Siendo éste nuestro camino hacia una vida cambiada, una nueva forma de vivir, un cambio en nuestro actuar y en nuestro comportamiento (2 Cor. 5:17). Pablo dejo claro su punto en Efesios 2: 8-10: “ Porque por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe, y esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Porque somos hechura Suya, creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas” (Énfasis añadido).
Santiago tenía una expectativa similar. En el segundo capítulo de su libro, hace la famosa declaración: “… la fe en sí misma, si no tiene obras, está muerta” (Santiago 2:17). En 2:14, él pregunta: “¿Qué provecho tiene mis hermanos, si alguien dice que tiene fe [pistis] pero no tiene las obras [que lo acompañan]? ¿Puede acaso la fe salvarlo? Santiago pregunta: ¿Será real; una creencia auténtica; la fe que no tiene expresión externa? A lo largo de su libro deja en claro que pistis, como simple creencia, es solo la mitad de la historia. En un análisis final, vemos que Santiago y Pablo están de acuerdo en que, la fe vibrante y animada, del tipo hablado por el escritor de la carta a los Hebreos; es un matrimonio entre el pistis griego y la emuná hebrea. Aquí, la chispa de la creencia es encendida por el Espíritu Santo, que continuamente está incitando al creyente a vivir con actos de justicia; incitando al trabajo externo de una realidad interna y de una vida de gozosa obediencia. Tal es la fe que “agrada a Dios”.
Mientras investigaba para preparar esta carta de enseñanza, encontré lo que llamaré la “moneda de la fe”. Por un lado tenemos la fe, previamente discutida que agrada a Dios. Y por otro lado, tenemos una fe que nos hace perdurar. Creo que ambos conceptos nos dan una imagen completa y hermosa de la fe bíblica. ¿Pero qué es la fe que perdura?
El libro de Apocalipsis está lleno de referencias de aquellos que perseveran; que vencen; cuya fe es victoriosa y que tienen dicha fe, que hace perdurar. Nos podemos imaginar a estos creyentes, en ocasiones, agarrados de sus uñas y perseverando. Tal fe será recompensada, nos dice la Biblia, con una miríada de bendiciones. ¿Qué podría sacudir tal fe? Quizá sea nuestro propio entendimiento de la palabra “duda”. Quizá sea este el mayor enemigo para esta fe comprometida.
El diccionario define la duda como un sentimiento de incertidumbre, una falta de convicción, cuestionar la verdad de algo, la desconfianza o la inclinación a no creer o aceptar. Es otra de esas palabras tan importantes en nuestro vocabulario cristiano. A lo largo de la Biblia aparece casi 200 veces en sus diversas formas. Lo leemos y nos sentimos familiarizados muy a menudo. ¿Pero realmente lo entendemos? ¿Cada una de esas 200 palabras traducidas como “duda” tienen el mismo significado? ¿Qué nos dice realmente la Biblia sobre este concepto crítico?
Para establecer una base sólida para nuestra discusión, debemos volver al Jardín del Edén y al Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. Los sabios judíos a lo largo de las genera- ciones a menudo se han referido a él como el Árbol de la “duda”, porque ahí es donde comenzó la lucha de la humanidad con ella.
El Jardín del Edén habría sido incomprensible en su belleza y paz. Adán y Eva eran personas de pureza no adulterada, como lo era el mundo en el que vivían. Tal ambiente libre de estrés está más allá de nuestra capacidad de imaginar. Sin embargo, todo cambió cuando Adán le dio un mordisco a esa infame manzana.
Sabemos que el mal existió en el Jardín porque la serpiente se escurrió y finalmente logró atraer a Eva, al pecado. Pero hasta ese momento el mal era externo; casi irrelevante en sus vidas. Sin embargo, una vez que Adán cedió a la tentación ese mal se interiorizó; una parte en sí mismo y otra parte en el mundo ahora contaminado en el que viviría.
Al contar la historia en Génesis, escuchamos las palabras de la serpiente: “Seguramente no morirás” (Génesis 3: 4), sembrando la primer semilla de duda en la humanidad. “Serás como Dios, conociendo el bien y el mal” (v. 5, énfasis agregado), proclamó la serpiente, y la Biblia nos dice que de hecho no sabían que estaban desnudos.
En ambos casos la palabra en hebreo es “yadá”. “Yadá” indica un tipo de conocimiento que va más allá de la mera compren- sión intelectual. Es la palabra utilizada en el “Tanaj” (A.T.) para describir “la intimidad sexual” e indica, una experiencia completa y profunda.
Cuán sorprendido debió haber estado Adán cuando un simple mordisco, aparentemente inocente; resultó en un encuentro interno que destrozó la vida, con un mal que nunca antes había sabido que existía. En ese momento la mente humana cambió para siempre, la duda se convirtió en la compañera inseparable de la humanidad.
Hoy día, los expertos nos dicen que nuestros cerebros están programados para dudar y son propensos al escepticismo como nuestra primer opción. Por un lado tal tendencia puede ser protectora, ayudándonos a evitar que tomemos malas decisiones o decisiones con impulsividad. Sin embargo, también puede evitar que creamos a la verdad; y pudiera ser el instrumento que haga naufragar esa fe bíblica, que tanto anhelamos.
Desafortunadamente, el cristianismo ha enseñado que la certeza es la definición para la fe; que no debemos tener preguntas, mucho menos dudas; que los problemas o cualquier percance, anuncian estar por debajo del 100% de certeza; y eso es negativo en el mejor de los casos y hasta una herejía en el peor de los casos.
Desde el exterior nuestra fe es a veces es criticada por promover una “fe ciega”, sin razón ni objetividad. Estando envueltos por dicho entorno, no disponemos de algún mecanismo auxilia- dor para examinar nuestras suposiciones y creencias; no podremos tratar con honestidad nuestras luchas. Si existe tal rigidez, las personas podrían quedar con una fe “frágil y fácil de romper”.
En Mateo 21:21 y Marcos 11:23 la palabra griega traducida como “duda” en realidad significa “retroceder”. En Mateo 14:31 y Romanos 4:20 significa “vacilar” como una hoja de árbol ante la brisa. En Lucas 24:38 se refiere a un argumento; una discusión o razonamiento humano. En Marcos 9:24 la palabra griega significa “un momento de debilidad”. Claramente en nuestras Biblias, el uso de la palabra “duda” rara vez indica incredulidad, aunque así es como la leemos, con mayor frecuencia.
Como nosotros evaluamos la “fe” como una certeza inquebrantable, a la duda la equiparamos con “incredulidad”; y son inequiparables. De hecho la incredulidad es la condición de un incrédulo que “está resistiendo a Dios”. Aún cuando el Señor nos llama “Venid ahora y estemos a cuenta (argumentemos; razonemos)” (Is. 1:18), el individuo incrédulo permanecerá en esa condición de incredulidad y no en ‘duda’. Entendemos entonces que, la duda definida en la Biblia no es `oponerse a la fe´, sino que es un elemento de ésta. La ‘duda’ es parte de nuestro mecanismo para examinar creencias y suposiciones, de lidiar con nuestras preguntas y con nuestras debilidades. La ‘duda’ es el medio por el cual nuestros músculos espirituales se ejercitan y fortalecen, y nuestra fe se profundiza.
Conforme hemos examinado nuestra “moneda de fe”, ha surgido su imagen bíblica. En ella vemos ‘pistis’ (creencia) como nuestro fundamento; el primer paso y donde comienza nuestro viaje. Y que rápidamente da a luz `emuná´ que es el ímpetu para las acciones justas y la obediencia gozosa de los mandamientos e instrucciones del Señor. Esta fe bíblica reconoce que la fe no es la ausencia de ‘dudas’, sino la capacidad de reconocer nuestras luchas. Es una confianza en Dios que nos permite expresar nuestras preguntas y lidiar con nuestras dudas, mientras elegimos actuar justamente; incluso en medio de la incertidumbre. Es la opción de ir con Dios, incluso cuando no estamos seguros de nuestro destino; y confiar en que; independientemente de nuestros temores o dudas; Dios nos sostiene firmes, seguros y permanentes en la palma de su mano.
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