por: Rvda. Cheryl L. Hauer, Escritora en Puentes para la Paz
¡Cuán a menudo encontramos en la Biblia las respuestas que buscamos, la fortaleza que anhelamos y la dirección que necesitamos! Versos que hacen que elevemos nuestra mirada al cielo son los que precisamente necesitamos para quitar nuestra atención del lodo cenagoso y ponerla en la gloria y majestad de nuestro Rey.
Tales son los versos que encontramos en el Salmo 103. Ha sido llamado el “Monte Everest” de los Salmos, elevando nuestra alma a alturas exorbitantes. Aunque el Salmo 103 en su totalidad no forma parte de la liturgia judía, muchas frases individuales son usadas en sus oraciones, y los rabinos lo han descrito como una obra maestra de la literatura bíblica.
Se dice que este es un Salmo de David, y percibimos el amor que sentía hacia su Creador desde principio a fin. Analistas bíblicos creen que fue escrito durante los últimos años de su vida, quizás luego de haber atravesado una profunda crisis o de haber luchado con alguna enfermedad en sus últimos días. Claramente, David meditaba y animaba su corazón a que recordara las incontables veces en que Dios evidenció ser su amigo más fiel, su libertador y su protector.
Creo que la verdadera esencia de ese himno tierno y confortante es su poder. Quizás el mejor lugar para comenzar a entender el Salmo 103 es donde David también comenzó, ejercitando el poder de la memoria.
La amonestación a recordar, como también a no olvidar, ocurre sobre 200 veces en la Biblia. Es un constante hilo a través de toda la Torá (Gn-Dt) y el resto del Tanaj (Gn-Mal), y se le da igual importancia en los Escritos de los Apóstoles (NT). Tal parece que el corazón humano es dado a olvidar, o por lo menos tiene una memoria selectiva. A veces la memoria engaña a la gente:
“Los israelitas les decían «Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en la tierra de Egipto cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos»” (Éx 16:3).
¡Cuán pronto olvidaron los israelitas su verdadera experiencia en Egipto! Dios envió a Moisés para librarlos de su angustia, respondiendo a su llanto por causa de la vil servidumbre. Pero a pocos años ya se habían olvidado de su doloroso pasado, y les pareció mejor aquello que su presente estado.
Nuevamente, el Señor advierte a los israelitas por medio de Moisés: «…entonces ten cuidado, no sea que te olvides del SEÑOR que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre » (Dt 6:12). Según el Diccionario Expositivo Vine, la palabra hebrea “olvidar” en ese pasaje significa ignorar por falta de atención. No era que los israelitas conscientemente decidieran dejar a Dios fuera de sus vidas. Pero a medida que se establecieran y fueran exitosos, se harían cada vez más auto-suficientes. Sus memorias sobre lo que hizo Dios por ellos desvanecerían y serían reemplazadas por una confianza orgullosa en sí mismos.
Los sicólogos modernos confirman lo que Dios declaró hace miles de años atrás: que los humanos típicamente olvidamos algunas experiencias pasadas. Nuestras mentes tergiversan los hechos y crean falsas memorias para que podamos sobrevivir el dolor. Peor aún, nos dicen que la mayoría de la gente tiende a recordar lo malo y olvidar lo bueno.
Antes de que tú pienses que eso no te puede ocurrir, considera cuán a menudo nos olvidamos de Dios y atribuimos Sus beneficios a nuestra propia ingenuidad. Cuán fácil es poner nuestra confianza en nuestro jefe, nuestro salario, nuestra póliza de seguro, nuestro plan de retiro, nuestros médicos… etcétera.
Pero David comprendía el poder de la memoria. “No olvides ninguno de Sus beneficios” (Sal 103:2), le decía a su alma y cada vez que recordaba cómo Dios lo había librado, su fe era fortalecida. Reconociendo lo que Dios había hecho en el pasado, encontraba ánimo y fortaleza para seguir hacia adelante. Es el poder de la memoria lo que instila gratitud en nuestros corazones y pone alabanza en nuestros labios.
David también quería que su alma recordara que “Él es el que perdona todas tus iniquidades” (Sal 103:3). Su vida estaba manchada de pecados, desde el más insignificante hasta el peor de todos: el haber planificado la muerte de otro israelita por causa de su adúltero corazón. Pero recordaba que no había pecado que no pudiera ser absuelto con verdadero arrepentimiento y perdón. Los Escritos de los Apóstoles (NT) apoyan ese mismo mensaje. El Señor tiene poder para limpiarnos de TODA maldad, según dice 1 Juan 1:9.
¡Qué pensamiento tan increíble…que el Dios de Justicia pueda recibir nuestro corazón cargado de iniquidad y pecado, y lo pueda dejar más blanco que la nieve! El salmista dice que Él es misericordioso, lleno de gracia, abundante en amor, lento para la ira y saturado de paciencia. Él recuerda que nos formó del polvo de la tierra, y sin Él estaríamos condenados. De esa manera, David dice que Dios no nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras iniquidades. Cuando Dios perdona nuestros pecados, son borrados y nunca más serán encontrados.
La palabra hebrea para “perdonar” en el Salmo 103 viene de la raíz que significa considerar la ofensa como si fuera nada o desecharla por completo. Significa descartarla o removerla. Quizás tú hayas visto una película sobre un hombre inocente condenado a muerte que está a punto de ser ejecutado. Al último minuto, se descubra alguna evidencia que lo absuelve y queda perdonado. Se cancela la ejecución y se le deja en libertad.
Cuando leemos Salmo 103:3-4, un corazón como el de David canta: “Rompió mis cadenas,” y grita en voz alta a su alma: “¡Nos ha hecho libres!” Y con esa libertad viene un poder extraordinario. Recibimos la fuerza para no caer más en el pecado, para caminar en rectitud, para ser misericordiosos como Dios es misericordioso, y para perdonar a otros como hemos sido perdonados por Dios.
David también fue movido a recordar las múltiples veces que Dios había redimido su vida de la muerte, o de la “fosa,” según algunas traducciones. Aquí el salmista utiliza el verbo ga’al, que significa redimir, librar o pagar, como un pariente puede redimir a otro. El go’el, o pariente que ejercía la redención, era el pariente más cercano con la obligación de restaurar los derechos de esa persona y pagar su multa. Cuando la palabra go’el se usa en el contexto de venganza por un asesinato, la mayoría de las traducciones en la Biblia lo describen como un “vengador de sangre.”
El Diccionario Expositivo Vine lo describe de la siguiente manera (traducido por esta traductora): “El pariente-redentor era responsable por preservar la integridad, la vida, la propiedad y el nombre de la familia de su pariente cercano, y tenía que ejecutar venganza contra su asesino. Tal tradición era ampliamente practicada durante la vida de David.”
Respecto a la “fosa” en el verso cuatro, existe desacuerdo entre algunos comentaristas cristianos si es que David hablaba de una muerte literal o si se refería a una muerte espiritual. La mayoría de los comentaristas judíos creen que el verso se refiere a ambas cosas.
Dios es nuestro pariente-redentor, decía David, quien redime nuestras vidas de la muerte y también nos corona con la gloria de la redención espiritual. A través de su vida, David repetidamente enfrentó la muerte física, pero también enfrentó la muerte espiritual. Clamó a Dios: “…no quites de mí Tu Santo Espíritu” (Sal 51:11). En cada situación, su pariente-redentor le fue fiel.
Cuán asombroso es considerar que el Dios del Universo es nuestro pariente más cercano, incluso más cercano que nuestra madre, padre, hermana, hermano y esposo. Y es más asombroso considerar que Dios es responsable, por Su propia Ley, de redimir la vida de todos los que son Suyos. El mismo increíble poder que usó para crear el universo lo usa para pagar el precio de Sus hijos y redimirlos de manos del enemigo.
Uno de los regalos más asombrosos y bellos que Dios dio a la humanidad fue la habilidad de hablar. Por siglos, los científicos han estudiado esa habilidad. La mayoría de los científicos admiten que lo que más distingue al hombre de sus amigos de cuatro patas es la habilidad de comunicar pensamientos complejos. A diferencia del reino animal, el lenguaje es el medio principal por el cual los humanos intercambiamos ideas. Enseñamos y aprendemos unos de otros. Y argumentamos sobre lo que está bien y lo que está mal.
Según el rabino Jonathan Sacks, usamos el lenguaje para describir, comunicar, categorizar y explicar. Pero también usamos el lenguaje de otra manera, no para describir algo, sino para comprometernos a actuar de alguna forma específica en el futuro. Cuando un novio y una novia se comprometen el día de su boda, ellos verbalmente declaran un lazo matrimonial entre sí.
Según el rabino Sacks, hacemos uso del lenguaje no sólo para describir algo ya existente, sino para también crear algo que aún no existe, y eso es lo que nos asemeja a Dios. De la misma manera en que Dios usó las palabras para traer en existencia el universo natural, usamos el lenguaje para crear cosas en nuestro universo social, como construir relaciones y cambiar pensamientos y actitudes. Las palabras tienen un poder creativo, dice el rabino, y eso significa que las palabras son sagradas.
Claro está, también sabemos sobre el poder negativo del lenguaje. De la misma manera en que podemos fortalecer a personas con nuestras palabras, las podremos destruir. Muchos conocen la historia de un hombre que se quería disculpar con su rabino por haberlo acusado injustamente. El rabino le dijo que tomara las plumas de una almohada y las distribuyera entre su poblado. Cuando el hombre terminó de hacer eso, el rabino le dijo que volviera a recoger cada una de las plumas, tarea evidentemente imposible e ilustrativa sobre el poder de las palabras. Una vez emitidas las palabras, ya no pueden ser borradas, y cualquier daño ocasionado por ellas es irreversible. Dondequiera que cayó “una pluma”, la vida de alguien fue afectada negativamente.
El Rey David comprendía muy bien el poder del lenguaje. Sabía que le daba poder para dirigir sus propios pensamientos y cambiar sus propias actitudes. También reconocía la responsabilidad de hablar con bondad, verdad y justicia. La lengua requiere ser domada para que las palabras sean santas, para que así puedan crear en vez de destruir. En el Salmo 103, David da un bello ejemplo de cómo usar ese poder según la intención de Dios.
El Salmo 103 comienza con una exclamación exuberante de alabanza que refleja la vida total de David. No era coincidencia que el entusiasmo sobrecogía a David cuando recordaba todo lo que Dios había hecho por él. La gratitud inundaba su corazón, y podía responder con alabanza pura y apasionada. Después de todo, la gratitud es lo que propulsa la alabanza.
Dios valora nuestras alabanzas, y por medio de ellas tenemos el poder para producir luz en medio de la oscuridad y hacer que huyan nuestros enemigos. Podemos quitar nuestra atención de nuestros problemas y ponerla en quien es digno de toda alabanza; para refrescarnos cuando estemos cansados y fortalecernos cuando estemos débiles y, sobre todo, para llevarnos a Su presencia en íntima unidad.
A veces he escuchado decir que debemos alabar a Dios por quién es y no por lo que nos da. Ese es un pensamiento noble, pero si pensamos de manera hebraica, nos damos cuenta que no podemos separar una cosa de la otra. Si recordamos lo que Dios hace, recordaremos quién es, y viceversa. Y esa es la clave para liberar el poder del Salmo 103. A medida que recordamos lo que ha hecho por nosotros, recordaremos quién es Él, el Santo de Israel, el Dios de toda misericordia y gracia. Y mientras nos saturamos de gratitud, podremos gritar: “¡Bendice, alma mía, al SEÑOR, y bendiga todo mi ser Su santo nombre!” (Sal 103:1)
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