por: Rvda. Cheryl Hauer, Vicepresidenta Internacional
Todos hemos experimentado la vergüenza en un momento u otro, pero para muchos en nuestro mundo actual, es una compañera para toda la vida. Incluso para aquellos de nosotros que hemos entregado nuestra vida al Señor, la vergüenza a menudo acecha en las sombras, esperando hacer naufragar la fe, destruir relaciones y arruinar vidas. Para muchos, esa vergüenza está tan arraigada que el amor que buscan, la identidad que tienen en Cristo, permanece más allá de su alcance. En lugar de creer la verdad de lo que Dios dice que son, están atrapados por su incapacidad de perdonarse a sí mismos. La mentira del enemigo, que es imperdonable, puede significar una vida esclavizada por la vergüenza.
Merriam-Webster llama a la vergüenza “una emoción dolorosa causada por la conciencia de culpa, deficiencia o impropiedad” o “una condición de humillante deshonra o descrédito”. La Biblia usa al menos diez palabras diferentes más de 300 veces para referirse a la vergüenza, muchas de ellas se refieren a una vergüenza colectiva que cae sobre aquellos que deshonran el nombre de Dios al negarse a seguirlo. Pero Pablo a menudo le recuerda a sus lectores que Jesús (Yeshúa) pensó poco en su propio dolor, humillación y deshonra, para absolverlos de su culpa y limpiarlos de su vergüenza.
La Biblia también habla a menudo de la prima de la vergüenza: la culpa. Aunque existe un parecido familiar, reconocer las diferencias puede evitar que la naturaleza engañosa de la culpa nos lleve a la trampa de la vergüenza. La culpa aparece más de 180 veces en las Escrituras y está representada por varias palabras diferentes. Awah significa desviarse del camino, mientras que asam se refiere a una ofensa cometida contra Dios. Hay palabras adicionales tanto en hebreo como en griego que se refieren a este concepto, a menudo relacionadas con ese vago sentido de culpa que, si eres como yo, has experimentado en tu vida. Es esa sensación en la boca del estómago que te indica que has hecho algo mal. Puede haber sido una infracción menor o un pecado grave. O si creciste con padres o maestros críticos, puedes sentirte culpable aún cuando no has hecho nada malo. Tal culpa puede convertirse en un hábito de por vida que fácilmente se transforme en una vergüenza paralizante.
Sin embargo, es posible lidiar con la culpa. Y eso es lo que la distingue de la vergüenza. Pablo le llama “tristeza que proviene de Dios” (2 Cor 7:11 NVI). Es lo que nos convence de nuestro pecado. La culpa nos dice que hemos tomado una acción específica que transgredió la instrucción de Dios. Que hemos hecho algo malo, pero nos lleva al arrepentimiento y luego a la libertad. La culpa bien tratada nos fortalece como creyentes.
La vergüenza, por otro lado, no ofrece ese camino hacia la libertad. No se trata de un acto por el que podamos buscar el perdón. No es una convicción, sino una condenación. La vergüenza no nos dice que hayamos hecho algo malo, nos dice que ‘somos’ algo malo. La culpa nos lleva al arrepentimiento y nos libera para experimentar el gozo del Señor, la maravilla de Su amor y la comunión de nuestra comunidad. La vergüenza nos aprisiona y nos desconecta de otros creyentes. La culpa dice: «He hecho algo malo», y la vergüenza responde: «Sí, eres una mala persona y necesitas esconderte».
Adán y Eva eran la personificación de la pureza y la inocencia, viviendo en total serenidad en un jardín de belleza incomprensible. Imagina corazones que estuvieran totalmente desprovistos de envidia, mentes que nunca hubieran tenido un pensamiento malvado y labios que nunca hubieran hablado mal de nadie ni de nada. Eran absoluta y perfectamente inocentes, sin idea de que existía el mal. Entonces creyeron la mentira. Desobedecieron una de las instrucciones específicas de Dios. La Escritura dice que se les abrieron los ojos y supieron que estaban desnudos. Ayin, la palabra hebrea para ojo, en realidad puede significar facultades mentales y espirituales; yadá, la palabra traducida como “sabían”, se refiere al conocimiento adquirido sólo a través de la experiencia.
En un instante, esa perfecta inocencia se hizo añicos, esos ojos se cegaron con visiones de fealdad, sus mentes se llenaron de pensamientos viles. La violencia abrumaba sus corazones, mientras sus facultades mentales y espirituales se inundaban con la realidad del mal. En un momento aplastante y devastador, ellos experimentaron el mal. Y estaban avergonzados, no solo porque habían desobedecido a Dios, sino por lo que habían visto, oído y experimentado. Ahora se encontraban descubiertos y expuestos; su inocencia y pureza habían desaparecido, fueron reemplazadas por remordimiento y vergüenza, y ellos se escondieron.
Aunque es poco probable que nuestras acciones tengan un efecto como lo tuvo la decisión de Eva, es posible que hayamos elegido hacer lo único que Dios nos dijo que no hiciéramos. Al hacerlo, nuestra inocencia se hizo añicos, nuestra pureza se perdió, fue reemplazada por remordimiento y vergüenza. Experimentamos el mal y nos hemos estado escondiendo.
Los hermanos de José lo odiaban. El libro de Génesis nos dice que lo despreciaban porque era el favorito de su padre, elegido para heredar el liderazgo de la familia, aunque era casi el más joven. Él los seguía, vistiendo ese elegante abrigo que le había dado su padre, informando a su padre sobre cada uno de sus movimientos. Cuando se presentó la oportunidad de deshacerse de él, no pudieron resistir. Lo desnudaron, lo arrojaron a un pozo y finalmente lo vendieron como esclavo. Quizás incluso peor fue el dolor que le infligieron a su padre cuando cubrieron con sangre la túnica rasgada de José y le dijeron a Jacob que su hijo había sido devorado por un animal salvaje. Durante años, su padre vivió en un estado de duelo mientras sus hermanos cargaron con una culpa que se convirtió en vergüenza. Cuando la hambruna golpeó y los chicos fueron enviados a Egipto para comprar comida, su mundo se volteó de cabeza al encontrar a José, vivo y con bienestar. José perdonó a sus hermanos, pero ellos no pudieron sacudirse la vergüenza. No lograban creer que el perdón de José fuera real porque sabían que ellos eran imperdonables.
A veces, sin pensarlo, elegimos hacer o decir algo que lastimará a otra persona, actuando por ira o celos. O decimos una mentira, una gran mentira, que causa verdadero dolor a otra persona. Nos sentimos condenados, pero no nos arrepentimos. Cargamos con la culpa y se convierte en vergüenza. Entonces, nos escondemos.
Dios dice que David era un hombre conforme a Su propio corazón. Fue el más grande de los reyes de Israel y su nombre aparece en el linaje del Mesías. Fue un líder apasionado, un luchador, un poeta y músico, un hombre de integridad piadosa. Sin embargo, una tarde de primavera, desde el balcón de su palacio en Jerusalén, se sintió abrumado por la lujuria cuando vio a la hermosa Betsabé bañándose en la azotea. Su deseo por ella lo consumía tanto que ideó un plan para colocar a su esposo en el campo de batalla donde seguramente lo matarían. Su plan funcionó, lo que convirtió a David en un asesino además de adúltero. A través del profeta Natán, Dios le recordó a David su culpa y la vergüenza que había estado escondiendo.
Una de las peores, de las muchas transgresiones de David, fue su flagrante abuso de poder. Puede que no seamos responsables de la muerte de alguien, pero a veces es fácil dejar que el poder se apodere de nosotros. Podemos ser vanidosos, desconsiderados e incluso abusivos con aquellos sobre quienes tenemos autoridad. Por otro lado, quizás hemos sido coaccionados o manipulados por alguien con autoridad sobre nosotros, victimizados por alguien que debería haber cuidado de nosotros. Abusar del poder está mal y debería hacernos sentir culpables. Sin embargo, ser abusado por alguien en el poder solo puede resultar en vergüenza. Y hace que nos escondamos.
No sabemos mucho sobre la mujer con flujo de sangre, solo que había estado enferma durante 12 años (ver Mateo 9:20-22, Marcos 5:25-34 y Lucas 8:43-48). Las restricciones de pureza que Dios había establecido para el antiguo Israel no permitían que una mujer que estaba sangrando interactuara con otra persona o la tocara hasta que dejara de sangrar. Lo cual implicaba que las mujeres pasaban parte de cada mes en completo aislamiento, hasta que terminaba el sangrado y podían volver a entrar en la vida comunitaria. Esta mujer había estado aislada durante 12 años sin interacción con nadie más que con un médico ocasional, por temor a ensuciar a otros ritualmente. Sin caricias, sin abrazos, solo soledad que ciertamente eventualmente se convirtió en vergüenza.
Los sabios de Israel le habían enseñado que el Mesías vendría y, cuando lo hiciera, curaría incluso a aquellos que tocaran solo la esquina de Su manto. Ella sabía que si este Jesús (Yeshúa) del que había oído hablar era de hecho el Mesías, sería sanada si tan solo pudiera tocar Su manto. Arriesgando su vida, se abrió paso entre la multitud, tratando desesperadamente de no tocar a nadie, y cuando por fin pudo tocarlo, fue sanada de inmediato. ¡Libertad! Pero su vergüenza volvió a agolparse a su alrededor cuando Jesús se volvió y preguntó: «¿Quién me ha tocado?». Temblando de miedo, su vergüenza expuesta, se postró ante Él, esperando sólo lo peor. Pero Jesús no tenía la intención de condenarla, solo de limpiarla de su vergüenza y enviarla con gozo y acción de gracias.
A veces podemos sentirnos avergonzados por situaciones que nosotros no creamos. No hemos hecho nada malo, pero nuestra situación nos aísla de los demás y crea la oportunidad perfecta para que el enemigo nos mienta. Nada le gusta más que convencernos de que de alguna manera somos deficientes, no estamos a la altura, no podemos ser parte de la comunidad. Dejamos que nuestras circunstancias nos definan y nos escondemos.
Independientemente de la fuente, es posible que te hayas quedado con un sentimiento de humillación o inutilidad; una sensación de que lo que has hecho, o lo que te han hecho, te convierte en el más vil. Y tu primera reacción fue esconderte. Lo último que deseas es ser expuesto y rechazado nuevamente, para que otros vean tus fallas y debilidades. Como cristianos, el primer paso para romper el poder de la vergüenza es aceptar el hecho de que parte de la obra de Jesús (Yeshúa) en la cruz fue restaurarte íntegramente, limpiar las manchas de tu corazón y decirte quién eres: tú eres Suyo. Él fue odiado, perseguido por aquellos que lo matarían; fue públicamente avergonzado, escupido, golpeado, desnudado y crucificado —la muerte más humillante posible—. Pero Él “pensó poco” en la vergüenza debido a Su amor por ti. Si necesitas esconderte, haz de Él tu lugar secreto. Abre tus heridas, háblale de tu vergüenza y permítele que te sane.
Haz de Su palabra tu defensa. Memoriza pasajes de las Escrituras como 1 Juan 1:9, Miqueas 7:19, Efesios 5:25-26, Hebreos 4:15-16 e Isaías 50:7. Cada vez que el enemigo intente convencerte de que no vales nada, sigue el ejemplo de Jesús y responde con las palabras de Dios. Repítelas en voz alta, tan a menudo como sea necesario, hasta que el enemigo se retire.
Cuando tu corazón te esté diciendo que has hecho algo malo, recuerda que la culpa es la reacción correcta. Arrepiéntete inmediatamente y cree que has sido perdonado. Pero cuando te diga que eres algo malo, inútil o imperdonable, saca esas Escrituras y dile a tu corazón que está equivocado.
Como está de lejos el oriente del occidente, dice la Biblia, así Él alejó y quitó nuestras transgresiones (y nuestra vergüenza) (Sal 103:12). No por lo que hemos hecho o no hemos hecho, o por quiénes somos o no somos, sino por quién es Él y Su gracia y bondad extravagantes. No hay Dios como nuestro Dios, no hay amor como Su amor, no hay perdón, limpieza o restauración como la que Él ofrece. Así que sal de tu escondite y comienza el viaje hacia la libertad. Leer Romanos 8:31-39 es un buen lugar para comenzar.
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