por: Cheryl L. Hauer, Vice-Presidenta
Es imposible saber cuántas páginas se han escrito, cuántas palabras se han pronunciado y cuántas preguntas se han formulado en la búsqueda humana por alcanzar una relación personal con Dios. Algunos han dicho que creencia es el elemento esencial sin la cual no podrá existir dicha relación. Otros han postulado que la obediencia es el componente esencial, sin la cual la creencia carece de valor. Aun otros enfatizan la diferencia entre creencia y fe, alegando que verdadera fe es el factor determinante, y recurren a Hebreos 11:6 para sostener que “sin fe es imposible agradar a Dios.” Pero creo que debemos profundizar un poco más allá de la fe para alcanzar el fundamento sobre la cual descansa la verdadera fe. Creo que encontraremos ese fundamento en el Pacto de Dios.
Aunque ni los cristianos ni los antiguos israelitas fueron los primeros en participar en la formulación de un pacto con su Dios, suyo es el primer ejemplo de un pacto establecido por invitación del Dios del universo. En este pacto, la humanidad se comprometió con Dios y Dios con el hombre. La idea de una religión o un sistema de fe como pacto con Dios es peculiarmente judía. En el Sinaí, Israel se convirtió en el Pueblo de Dios y se comprometió a obedecerle, mientras que el Señor llegó a ser el Dios de Israel, comprometido a amar y proteger a Su pueblo.
Un pacto se define a menudo como un acuerdo formal y solemne entre dos partes; un contrato o compromiso; una promesa, tratado o alianza. Mientras conozco a cristianos de todas partes del mundo, les pregunto qué entienden por un pacto. Invariablemente, sus respuestas están totalmente de acuerdo con la definición estándar del diccionario. La respuesta más frecuente es que un pacto es una promesa, aunque las promesas se hacen fácilmente y se rompen con facilidad. Lo mismo es cierto con un tratado. Una somera mirada a la historia revela la alarmante frecuencia en que se han roto los tratados a lo largo de los siglos. La tercera respuesta, un contrato, es auto-limitante por naturaleza propia porque puede cumplirse, derogarse o estar sujeta a parámetros de tiempo, ubicación y términos. Obviamente, ninguna de esas respuestas refleja la plenitud de la intención de Dios cuando invitó a la humanidad en unirse a Él en un pacto que perduraría tanto como el sol, la luna y las estrellas en los cielos (Jer. 33:19-22).
En su artículo sobre el pacto de Dios, Norman Solomon, erudito de Oxford, señala que el concepto de pacto ha sido mal interpretado y definido por siglos. Muchos lo han visto como si fuera una especie de objeto especial que se posee, que ocasiona peleas, o que se puede regalar y quitar. Sin embargo, dice Salomón, una comprensión correcta de la definición bíblica de pacto deja ver claramente que es una metáfora o una forma de describir una relación, no el nombre de un objeto metafísico especial.
El pacto es una relación a través de la cual las partes están vinculadas, habiendo decidido voluntariamente tener un destino compartido. Han elegido unir sus destinos y han aceptado responsabilidades respecto a su relación con la otra parte. El rabino Jonathan Sacks lo llama “política sin poder, economía sin interés propio.” Los pactos asombrosos a los que Dios entró con Abraham y luego con los israelitas en el Sinaí, dice Sacks, son lo que convirtieron la ley en amor y el amor en ley. Él ofrece la siguiente definición:
“En el centro de la fe judía está la idea de un pacto, el compromiso mutuo entre Dios y el pueblo de Israel. Pero el pacto posee una tensión específica. Por un lado, es inmune a la historia. Su texto, la Torá, y el modo de vida que este rige, son divinos, eternos, inmutables e incorruptibles. Por otro lado, el pacto es cumplido dentro de la historia. Por lo tanto, está peculiarmente balanceado entre la atemporalidad y la temporalidad.”
Las poblaciones del antiguo Cercano Oriente estaban acostumbrados a leyes de conducta. Los sumerios, babilonios, asirios y otros grupos en la región tenían códigos que regían su comportamiento. La gente a menudo creía que su rey había sido elegido por un dios para gobernarlos y, por lo tanto, que sus juicios tenían que ser obedecidos. Cada uno de esos códigos generalmente comenzaba con las palabras: “Así se hará…” Esos reyes, así como los dioses caprichosos que esa población creía habían sido designados para gobernarlos, no estaban tan interesados en el bienestar de sus ciudadanos como en proteger su propio poder personal, político y económico, junto con su imagen como legisladores. Tomaban prestadas las ideas de otros sistemas legales y con frecuencia llevaban las leyes sólo en sus cabezas en lugar de publicarlas para su ciudadanía. Incluso, las leyes a veces se mantenían en secreto cuando una persona era acusada de violar alguna ley que no sabía que existía. Aunque eran impuestas por la autoridad de una deidad, tales sistemas legales a menudo se basaban en nada más que el capricho político de un rey humano o las tradiciones de un estado.
En contraste, el código de conducta bíblico que se encuentra en el libro de Deuteronomio es único en su forma, origen, concepto y principio porque es parte del pacto. Esas instrucciones fueron dadas por Dios como un acto de amor. Él es un Dios que se preocupa apasionadamente por Sus hijos, y determinó instruirlos sobre cómo deberían vivir para agradarle y disfrutar de Su favor. Los sabios enseñaron que los Diez Mandamientos, o las “Diez Palabras” en hebreo, representan los pasos fundamentales para una vida de santidad y bendición a los cuales se compromete todo el que entra en dicho pacto. El resto del Libro del Pacto simplemente explica y aclara los Diez Mandamientos. Y en lugar de una obediencia servil que exigían los otros códigos legales del Cercano Oriente, el pueblo de Dios debía seguir Sus instrucciones porque Le amaban.
Finalmente, a diferencia de otros en su tiempo quienes sufrían incertidumbre y temor bajo el liderazgo caprichoso de seres humanos egocéntricos, los hijos de Dios podían caminar en la confianza de que Su amor por ellos era eterno. Dios dijo que nunca los dejaría ni los desampararía, garantizando que mantendría Sus promesas aun si ellos no cumpliesen con su parte.
Por supuesto, el Pacto Mosaico del Sinaí no fue el primero establecido por Dios para entrar en una relación de pacto con Su pueblo. Generaciones antes había hablado con un hombre llamado Abraham (Abram), un hombre al que describió como Su “amigo” (Isa. 41:8), y lo invitó a “caminar entre las mitades” (Gén. 15:9–20; Jer. 34:18). Esa era una costumbre del día cuando dos personas o lados entraban en un pacto, una alianza que tradicionalmente se sellaba con sangre. Las tribus paganas que rodeaban a Israel en la época de Abraham tenían la costumbre de celebrar acuerdos contractuales que sellaban cortándose los brazos el uno del otro y chupándose la sangre entre sí, haciéndose así “hermanos de pacto.” Sin embargo, los hebreos no participaban en tal rito. En su lugar, sacrificaban animales, como se indica en Génesis 15:9, y colocaban las mitades en filas paralelas. Luego recitaban los términos del pacto mientras pasaban juntos entre las piezas, acción mucho más civilizada pero aun sangrienta. Cada lado del pacto se comprometía a rendir cuentas ante su comunidad, sabiendo que el incumplimiento de los términos del pacto podría resultar en su muerte. El rito terminaba con una cena en que los animales sacrificados eran asados y comidos en gran celebración.
En contraste, en el relato de Génesis 15, Dios pasó solo entre las mitades después de hacer que Abraham cayese en un estado semejante al sueño. Durante esa visión de Abraham, vio dos símbolos claramente reconocibles de Su Deidad, el humo y el fuego, que pasaban por el espacio sangriento sin él. El mensaje que eso enviaba a Abraham, y a innumerables generaciones después de él, fue profundamente importante en ese entonces como lo sigue siendo hoy día. Dios revelaba que establecía un pacto de amor, asegurando que sería su Dios y el de sus descendientes después de él (Gen. 17:7). Una parte integral de ese pacto sería la Tierra de Israel que daría a Abraham y sus descendientes en perpetuidad. En otras palabras, el pacto no sólo era eterno, sino también incondicional. La eventual posesión de la Tierra de Israel por parte de los descendientes de Abraham era tan segura como las incontables estrellas que centelleaban en los cielos sobre el rito sangriento. Abraham no tenía que cumplir con ningún término.
Así como el arco iris es símbolo del pacto que Dios hizo con Noé, la circuncisión es el símbolo del pacto en Génesis 17 y el shabat (sábado) es símbolo del pacto en Sinaí, algunos creen que la Tierra de Israel es el símbolo del pacto en Génesis 15. De todas formas, a través de ese ritual, Dios entró en una relación muy especial con Abraham y sus descendientes. Ellos serían Su pueblo, la niña de Sus ojos y Su especial Tesoro. Serían amados apasionadamente, pero también disciplinados con severidad, recipientes de Su extravagante misericordia y perdón. Los rabinos enseñan que la relación de pacto establecida en Génesis 15–17 fue renovada en el Sinaí. Después de ser entregada la Torá, Moisés roció la sangre del sacrificio del pacto sobre el pueblo y sobre el altar del Señor para sellar la unión entre Israel y Dios (Ex. 24:6–8).
El rabino Irving Greenberg describe a la Torá como la constitución de una continua relación entre Dios y el pueblo judío. A medida que uno lee las Escrituras, se hace evidente que el pacto parece inalcanzable, algo infinito y eterno. Greenberg dice que se trata de un Dios que no se puede medir, un destino que sobrevivirá a la historia y una lista de expectativas y conceptos aparentemente inalcanzables que simplemente no corresponden con el mundo limitado, fragmentado e imperfecto en que habitamos. Sin embargo, ahí es donde entra el pacto. Es a través de esas promesas del pacto donde lo inalcanzable se convierte en lo alcanzable, donde lo eterno y lo temporal se intersectan y donde las promesas de Dios se hacen realidad.
Como mencionado anteriormente, el pacto se cumplirá en la historia. Israel fue creado con el propósito específico de servir como modelo especial de una sociedad bajo pacto, y el Libro del Pacto está repleto de instrucciones sobre cómo alcanzar ese destino. Al pueblo judío se le dice cómo debe amar a Dios, cómo honrarlo y darle gloria a Su nombre, cómo relacionarse entre sí, cómo amar al prójimo, cómo hacer negocios de una manera verdaderamente ética, cómo traer paz al mundo, cómo amar y ser amado, cómo cuidar a los pobres y necesitados, cómo reaccionar ante el extranjero, cómo ser un amigo, hermano, padre y madre, y cómo modelar la piedad a un mundo que tiene muy poco interés en ello. Tales objetivos elevados deben lograrse en pasos finitos, y el pacto hace posible avanzar hacia esa perfección un paso a la vez.
Cada generación, dice Greenberg, hará su parte por vivir a la altura de los principios detallados en el Libro del Pacto, avanzando hacia esa meta final y dejando el camino uno o dos pasos más cortos para la generación subsiguiente. A través del pacto, lo ideal y lo real se entregan mutuamente como en matrimonio, y su relación dinámica continuará hasta que las metas finales de Dios se conviertan en realidad. Mientras tanto, el pueblo judío continuará viéndose a sí mismo como parte de una cadena que se extiende desde el principio, cuando Dios hablaba con Su amigo Abraham, hasta su culminación, cuando Él perfeccionará todas las cosas.
Ciertamente, la interacción de Dios con la humanidad también es una de proceso. El rabino Sacks cree que hay mucho en la historia que apunta hacia la realidad y el proceso del pacto, incluso (o quizás especialmente) durante aquellos tiempos más oscuros para el pueblo judío:
“La afirmación de la vida judía después del Holocausto es en sí misma un testimonio de que el pacto sobrevive y que la voz de Dios continúa siendo escuchada, aunque oblicuamente y de manera oscura, por los herederos contemporáneos de quienes estuvieron en el Sinaí.”
A veces, cuando leemos la Biblia, es fácil olvidar que los eventos de unas cuantas páginas realmente sucedieron durante unos cuantos siglos. Hoy día presenciamos la actualización de los procesos iniciados hace milenios, a medida que Dios cumple las promesas del pacto que han sido la esperanza del pueblo judío por innumerables generaciones.
“Entonces reedificarán las ruinas antiguas, levantarán los lugares devastados de antaño, y restaurarán las ciudades arruinadas, los lugares devastados de muchas generaciones. Se presentarán extraños y apacentarán los rebaños de ustedes, e hijos de extranjeros serán sus labradores y sus viñadores” (Isa. 61:4–5).
“‘…Entonces las naciones sabrán que Yo soy el SEÑOR,’ declara el Señor DIOS ‘cuando demuestre Mi santidad entre ustedes a la vista de ellas. Porque los tomaré de las naciones, los recogeré de todas las tierras y los llevaré a su propia tierra’” (Ezeq. 36:23b–24).
“Haré con ellos un pacto de paz; será un pacto eterno con ellos. Y los estableceré, los multiplicaré y pondré Mi santuario en medio de ellos para siempre. Mi morada estará también junto a ellos, y Yo seré su Dios y ellos serán Mi pueblo. Y las naciones sabrán que Yo, el SEÑOR, santifico a Israel, cuando Mi santuario esté en medio de ellos para siempre” (Ezeq. 37:26-28).
“Yo los reuniré de todas las tierras a las cuales los he echado en Mi ira, en Mi furor y con gran enojo, y los haré volver a este lugar y los haré morar seguros. Ellos serán Mi pueblo, y Yo seré su Dios” (Jer. 32:37–38).
“Haré con ellos un pacto eterno, de que Yo no me apartaré de ellos para hacerles bien, e infundiré Mi temor en sus corazones para que no se aparten de Mí. Me regocijaré en ellos haciéndoles bien, y ciertamente los plantaré en esta tierra, con todo Mi corazón y con toda Mi alma” (Jer. 32:40–41).
Es verdaderamente asombroso pensar que Dios se comprometió a Sí mismo bajo los términos del pacto de la misma manera en que esperaba que Su pueblo también los cumpliera. Se comprometieron el uno al otro; se amarían y responderían el uno al otro; serían fieles el uno al otro. Mientras Su pueblo comprometía su voluntad para seguirle, Él los cuidaría y los protegería. Por supuesto, tenía que ser así, ya que Su pueblo estaba hecho a Su imagen. Si se comprometían a modelar la vida de pacto ante la humanidad, si ilustraban Su fidelidad, Él también se comprometía a ser esa realidad en ellos. Este concepto está bellamente ilustrado en una canción que se canta durante Yom Kipur (Día de Expiación):
Porque somos Tu pueblo y Tú eres nuestro Dios
Somos Tus hijos y Tú eres nuestro Padre
Somos Tus siervos y Tú eres nuestro Amo
Somos Tu congregación y Tú eres nuestra Porción
Somos Tu herencia y Tú eres nuestro Destino
Somos Tus ovejas y Tú eres nuestro Pastor
Somos Tu vid y Tú eres nuestro Guardián
Somos Tu obra y Tú eres nuestro Creador
Somos Tu amado y Tú eres nuestro Amante
Somos Tu tesoro y Tú eres nuestro Dios
Somos Tu pueblo y Tú eres nuestro Rey
Te reconocemos y Tú nos reconoces.
Como cristianos, es nuestra increíble bendición y privilegio entrar en pacto con ese mismo Dios de Abraham, Isaac y Jacob. El Libro del Pacto (la Torá) es tan importante y fundamental para nosotros como lo es para el judaísmo, y debe ser una parte tan importante de nuestra cosmovisión como la de los judíos. Es tan importante que Jesús (Yeshúa) la citó frecuentemente a Sus discípulos, junto con el libro de los Salmos. Los conceptos de cómo vivir nuestras vidas, cómo honrar al Señor y cómo mostrar al mundo lo que significa el conocer, amar y ser amados por Dios son la piedra angular de la fe cristiana. También es imperativo que entendamos y tengamos en cuenta lo que realmente significa estar en una relación de pacto. Estamos comprometidos con el Señor y Él con nosotros. Estamos vinculados por toda la eternidad, y mientras nos aferremos a Él, Él nos calmará con Su amor y se regocijará sobre nosotros con cántico.
Para citar a Rabbi Sacks una última vez:
“¿Cuál es el secreto de la supervivencia judía? La fe sugiere una respuesta. En el Sinaí, Israel y Dios entraron en un compromiso solemne y mutuamente vinculante: un pacto. Israel se entregaría a Dios. Dios, a Su vez, protegería a Israel. El pueblo judío perduraría, en palabras de Jeremías, mientras el sol y las estrellas brillasen en el cielo y las olas rujan en el mar. Israel testificaría de Dios, y su perpetuidad reflejaría la Suya. Los judíos han sobrevivido por una simple razón. Entrelazado en nuestra historia existe algo más grande que la historia: la Divina Providencia.”
En el centro de esa providencia se encuentra un amor que desafía la imaginación: un amor que constantemente guía y protege aun cuando no se vea, que habla aun cuando no se escuche, que ama aun cuando no se le ame a cambio. Es una fidelidad que verá cumplidas Sus metas y deseos aun cuando no se coopere con Él. Es un vínculo eterno que sólo puede ser recibido con un grito de “Gracias, gracias, gracias.” Ese es un pacto.
Traducido por Teri S. Riddering,
Coordinadora Centro de Recursos Hispanos
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