por: Rebecca J. Brimmer, Presidenta Ejecutiva Internacional
Mientras me dedico a leer la Biblia entera en este año, busco comprender mejor a Dios y Su carácter. ¿Qué es lo que Él ama? ¿Qué es lo que Él odia? ¿Qué es importante para Él? ¿Cómo responde ante ciertas situaciones? Mientras usted también estudia el libro de Isaías, tenga en cuenta esas preguntas. Jesús (Yeshúa) nos dijo que amáramos a Dios con todo nuestro corazón, nuestra mente, nuestra alma y nuestra fuerza (Marcos 12:30). Me parece que todo nuestro ser debe amar a Dios.
Isaías
Isaías, hijo de Amoz, fue profeta de Dios durante un período muy difícil en la historia bíblica. Escritos rabínicos nos dicen que Isaías era de la realeza. Él era hijo de Amoz, quien era hermano del rey Amasías de Judá. Eso le proveyó una plataforma única: la capacidad de hablar directamente con los reyes de su tiempo.
Isaías sirvió a Dios, a los reyes y al pueblo de Israel por décadas durante los reinados de Uzías, Jotam, Acaz y Ezequías. Vio al Imperio Asirio subir en poder. Entendió por qué el reino del norte fue tomado en cautiverio. Vio los peligros de los tiempos, el pecado y la idolatría de la gente, y entendió las consecuencias. Dios lo usó para señalar la iniquidad, alentarlos a hacer justicia y predecir un glorioso futuro. Estaba casado, y dos de sus hijos tenían nombres proféticos: Sear-Jasub, que significa “Un Remanente Volverá” (Isaías 7: 3), y Maher-Salal-Has-Baz, que significa “Veloz el botín, rápida la presa” (Isaías 8:1-3). Imagínese, cada vez que la esposa de Isaías llamaba a sus niños a cenar, hacía una proclamación profética onerosa, pero también una esperanzadora para el futuro.
Un Encuentro Espiritual y la Respuesta
Dios le dio a Isaías una visión celestial. “En el año de la muerte del rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y la orla de Su manto llenaba el templo. Por encima de Él había serafines. Cada uno tenía seis alas: con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: ‘Santo, Santo, Santo, es el SEÑOR de los ejércitos, llena está toda la tierra de Su gloria.’ Y se estremecieron los cimientos de los umbrales a la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo” (Isa. 6:1–4).
Estoy impresionado por el hecho de que, aunque Isaías es reconocido como el profeta más grande, a quien se le confiaron las palabras de Dios para la nación y se le dio esta increíble visión, Isaías no tiene ni pizca de orgullo. Él no decía: «¡Mírenme! Vean cómo Dios confía en mí.” No proclamaba su propia grandeza. En cambio, él respondió diciendo: “¡Ay de mí! Porque perdido estoy, pues soy hombre de labios inmundos y en medio de un pueblo de labios inmundos habito, porque mis ojos han visto al Rey, el SEÑOR de los ejércitos” (Isa. 6:5). Isaías, como otros personajes bíblicos que experimentaron manifestaciones de Dios, se sintió sobrecogido ante la presencia de Dios. Un serafín voló hacia él con un carbón encendido del altar en su mano. “Con él tocó mi boca, y me dijo: ‘Esto ha tocado tus labios, y es quitada tu iniquidad y perdonado tu pecado’” (Isa. 6:7).
El Llamado
Dios llamó a Isaías para ser Su voz ante el pueblo de Judá durante momentos críticos en su historia. Debió sentirse lleno de temor. No se equivoque, el trabajo de Isaías fue extremadamente difícil. No era glamoroso, fácil ni agradable. Él era responsable de compartir el sentir de Dios, incluso cuando las palabras que Dios le daba para hablar eran duras y con frecuencia relacionadas con un juicio venidero. Dios se revelaba a Sí mismo como Juez y también Redentor. Una vez más, recalcaba al pueblo las consecuencias de sus acciones. Como leemos en Deuteronomio 28, la opción entre la bendición y la maldición estaba ante el pueblo de Dios, dependiendo de sus acciones. Utilizando las palabras de Dios, Isaías exhortó al pueblo a que se volviese a Él, advirtiéndoles que sufrirían las consecuencias de sus acciones pecaminosas. Sin embargo, aun cuando lo peor podía ocurrirles, Dios todavía les dio esperanza cuando les prometió una futura redención.
En su artículo, “Isaías el Profeta,” el autor Jacob Isaacs escribe: “Isaías compartió con el rey y el pueblo un mensaje de la santidad de D-os, el Señor de los ejércitos, en momentos cuando la idolatría parecía estar tomando control de la tierra de Judá. Predicó sobre la justicia y la caridad en momentos cuando la moral del pueblo había alcanzado un nuevo y bajo nivel…La misión de Isaías no era sólo amonestar a la gente para mantenerla en el camino correcto. También tenía que inculcar en los corazones de su rebaño una ferviente fe en D-os, y les brindó valentía y fortaleza en momentos cuando sufrían de miedo mortal debido a la amenaza del nuevo Imperio Asirio. Isaías también describió en términos radiantes la futura gloria de Sión, lo que también inspira a nuestra gente al día de hoy.”
La Rebelión y su Cura
En el primer capítulo de Isaías, Dios habló por medio del profeta sobre Su ira y menosprecio hacia el pueblo de Judá y Jerusalén (v. 1), a quien también se refiere como Israel (v. 3). Las palabras son fustigantes e hirientes, y debieron haber causado gran consternación entre la audiencia.
Las palabras del profeta retumban: “¡Ay, nación pecadora, pueblo cargado de iniquidad, generación de malvados, hijos corrompidos! Han abandonado al SEÑOR, han despreciado al Santo de Israel, se han apartado de Él” (v. 4).
Luego de 15 versos acusatorios, el profeta habla con claridad sobre lo que deben hacer. “Lávense, límpiense, quiten la maldad de sus obras de delante de Mis ojos. Cesen de hacer el mal. Aprendan a hacer el bien, busquen la justicia, reprendan al opresor, defiendan al huérfano, aboguen por la viuda” (Isa. 1:16-17). La frase “reprendan al opresor” es traducida mejor en la versión Reina Valera como “restituid al agraviado.”
Entonces el Señor les ruega: “‘Aprendan a hacer el bien, busquen la justicia, reprendan al opresor, defiendan al huérfano, aboguen por la viuda. Vengan ahora, y razonemos,’ dice el SEÑOR. ‘Aunque sus pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos. Aunque sean rojos como el carmesí, como blanca lana quedarán. Si ustedes quieren y obedecen, comerán lo mejor de la tierra. Pero si rehúsan y se rebelan, por la espada serán devorados’” (vs. 18-20a).
En Isaías 1:16 vemos dos grandes pasos que necesitan tomar para recibir el favor de Dios. El primero es el arrepentimiento, y el segundo es el dar fruto de arrepentimiento. Juntos, resultarían en su bendición. Si los ignoraban, recibirían maldiciones. En los versos 18 al 20, vemos las consecuencias. La obediencia conduce a la bendición, y la rebelión conduce al peor de los resultados negativos.
Esto me recuerda a Deuteronomio 28, donde el Señor ofreció una alternativa a los Hijos de Israel. “Y todas estas bendiciones vendrán sobre ti y te alcanzarán, si obedeces al SEÑOR tu Dios” (Deut. 28:2). Lo que sigue es una larga lista de maravillosas bendiciones. Luego vienen las maldiciones, y son verdaderamente terribles. “Pero sucederá que si no obedeces al SEÑOR tu Dios, y no guardas todos Sus mandamientos y estatutos que hoy te ordeno, vendrán sobre ti todas estas maldiciones y te alcanzarán” (v. 15).
Cuando Isaías declaró las palabras registradas en el primer capítulo de Isaías, seguramente recordaba esos versos en Deuteronomio.
Arrepentimiento
Isaías 1:16 comienza con estas palabras: “Lávense, límpiense, quiten la maldad de sus obras de delante de Mis ojos. Cesen de hacer el mal.”
La palabra “límpiense” viene de la palabra hebrea zaká. Tiene la implicación de estar lavado, purificado, justificado, reluciente o inocente. Los cristianos también usamos esa imagen. En el libro de Hebreos leemos: “…acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, teniendo nuestro corazón purificado de mala conciencia y nuestro cuerpo lavado con agua pura” (Heb. 10:22).
Ciertamente, nuestros pecados pueden ser perdonados en un instante cuando se lo pedimos a Dios, pero el verdadero arrepentimiento implica un cambio en nuestra naturaleza. Se ha descrito como un giro de 180° para terminar en dirección opuesta. Ya ni siquiera miramos en dirección a la tentación. Por el contrario, decidimos buscar a Dios de manera inicial, y también de manera continua. Dios odia el pecado, pero ama a la gente. Él nos invita a buscar Su rostro (Sal. 27:8, Sal. 105:4, 2 Crón. 7:14). Si nos volvemos a Dios, nos alejamos de nuestro pecado. No nos concentramos en el pecado, sino que nos enfocamos en el Dios que nos ama y quien perdona nuestro pecado. Sin embargo, Él también espera que continuemos tomando esa decisión. Isaías lo deja ver muy claro: “…Cesen de hacer el mal” (Isa. 1:16).
En la teología cristiana, existe el concepto de la santificación que se recibe en el momento de la salvación, pero también la idea de una santificación progresiva, algo que resulta en la madurez cristiana con el paso del tiempo. La Biblia está clara en que debemos hacer una elección concienzuda y un esfuerzo de apartarnos del mal y hacer el bien; de despojarnos del viejo hombre y vestirnos del nuevo hombre (Sal. 34:14 y Ef. 4:22, 24). Al aceptar el regalo gratuito de la salvación, podemos tomar las decisiones correctas. Pero siempre tenemos que ejercer la voluntad para tomarlas. No es algo automático. Así como David clamó en los Salmos 38 y 39, nos debemos humillar ante el Señor, arrepentirnos de nuestros pecados, levantarnos y seguir tomando decisiones que demuestren nuestro arrepentimiento, de esa manera abandonando nuestros pecados. Eso proviene de un profundo deseo en el corazón de ser el pueblo de Dios al que nos ha llamado.
El rabino Joseph Soloveitchik dice: “Si teshuvá (arrepentimiento) es realmente un proceso de muchos pasos, en que reconocemos nuestro pecado, nos sentimos arrepentidos y resolvemos no seguir pecando, ¿cómo puede un individuo ser considerado justo sólo después de una consideración momentánea?
Fruto de Arrepentimiento
Una vez que nos hayamos apartado de nuestro pecado y nos hemos tornado a Dios, necesitamos seguir actuando de manera justa. El profeta Isaías describe lo que eso significa para Dios, cuando dijo: “Aprendan a hacer el bien, busquen la justicia, reprendan al opresor [restituyan al agraviado], defiendan al huérfano, aboguen por la viuda” (Isa. 1:17).
¡Qué terrible era la condición del pueblo cuando el profeta tiene que decirles que hagan el bien! Con razón Dios estaba angustiado. Su pueblo parece haber olvidado el concepto del bien. Dios creó a la humanidad a Su imagen. Eso significa que debemos reflejarlo a Él. Pero el pecado puede manchar la imagen de Dios en nosotros.
Juan Wesley dijo una vez: “Haz todo el bien que puedas, por todos los medios que puedas, en todas las maneras que puedas, en todos los lugares que puedas, en todo momento que puedas, a todas las personas que puedas, por todo el tiempo que puedas.”
El apóstol Pablo animó a los colosenses, diciendo: “Por lo cual también nosotros, desde el día que lo oímos, no cesamos de orar por vosotros, y de pedir que seáis llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría y entendimiento espiritual; para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra y creciendo en el conocimiento de Dios” (Col. 1:9-10, énfasis añadido).
Yo creo que estas tres cosas son ejemplos de hacer el bien: buscar la justicia, restituir al agraviado y cuidar de los huérfanos y las viudas.
Buscar la Justicia
La Biblia repetidamente asocia el concepto de justicia con rectitud. Si vamos a vivir rectamente, debemos proveer justicia para todos. Cuando examiné la Biblia sobre ese tema, me sorprendí de cuántas veces la justicia se relaciona con el pobre, el hambriento, la viuda, el huérfano y el oprimido. Es tan aparente que una de las cosas que Dios identifica para “hacer el bien” es cuidar de aquellas personas que no tienen la capacidad de hacerlo por sí mismos. La justicia es un proceso de corregir un mal. Está mal que las personas pasen hambre. Está mal que las mujeres sean vendidas como esclavas sexuales. Está mal que las personas sean esclavizadas por otros. Está mal que los niños sean abusados. Está mal que alguien se aproveche del pobre y necesitado. Eso es lo opuesto de hacer el bien. Todo eso (y mucho más) está mal y despreciable ante los ojos de Dios.
Cuando Jesús (Yeshúa) enseñó a Sus discípulos durante el discurso sobre el Monte de los Olivos, habló acerca de un juicio que atravesarían las naciones (Mat. 25). ¿Por qué serán juzgadas las naciones? Por la manera en que trataron a los oprimidos, los pobres, los hambrientos, los extranjeros, los sedientos, los prisioneros, los enfermos y los desnudos. De hecho, el castigo por no atender a lo anterior merece el peor de los castigos: “Apártense de Mí, malditos, al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus ángeles…Estos irán al castigo eterno, pero los justos a la vida eterna” (Mat. 25:41b, 46).
Veamos otros versos bíblicos sobre el tema.
“Porque el SEÑOR su Dios es Dios de dioses y Señor de señores, Dios grande, poderoso y temible que no hace acepción de personas ni acepta soborno. Él hace justicia al huérfano y a la viuda, y muestra Su amor al extranjero dándole pan y vestido” (Deut. 10:17-18).
“No pervertirás la justicia debida al extranjero ni al huérfano, ni tomarás en prenda la ropa de la viuda” (Deut. 24:17).
“Maldito el que pervierta el derecho del extranjero, del huérfano y de la viuda…” (Deut. 27:19a).
“Juzgue él a Tu pueblo con justicia, y a Tus afligidos con equidad…Haga el rey justicia a los afligidos del pueblo, salve a los hijos de los pobres, y aplaste al opresor” (Sal. 72:2, 4).
“Defiendan al débil y al huérfano; hagan justicia al afligido y al menesteroso. Rescaten al débil y al necesitado; líbrenlos de la mano de los impíos” (Sal. 82:3-4).
“Yo sé que el SEÑOR sostendrá la causa del afligido, y el derecho de los pobres” (Sal. 140:12).
¿Ya está usted convencido? ¡Yo sí lo estoy! Dios odia a la injusticia y ama a quienes atienden a los necesitados.
En Puentes para la Paz estamos comprometidos a amar las cosas que Dios ama y a hacer el bien de maneras prácticas, especialmente hacia los oprimidos, los hambrientos, los pobres, los necesitados, las vidas y los huérfanos. Por eso entregamos alimento a 22,000 personas cada mes. Sobre 1,000 de esas personas son viudas con muy pocos recursos. Si tuviésemos más fondos, inmediatamente comenzaríamos a proveer alimento y consuelo a otras 7,000 viudas. Ayudamos a sobrevivientes del Holocausto quienes fueron cruelmente oprimidos por los nazis. Damos la bienvenida y bendecimos a nuevos inmigrantes que se encuentran inicialmente como extranjeros en su propia tierra. Recientemente clamaba a Dios por más provisiones para que pudiésemos alcanzar a más personas con Su amor. Escuché Su voz que me decía: “Confía en Mí y haz el bien.” El Salmo 37:3 dice: “Confía en el SEÑOR, y haz el bien; habita en la tierra, y cultiva la fidelidad.”
Hoy le pido a usted lo que Dios me pide a mí. ¿Cómo puedo yo hacer el bien? ¿Buscará en su corazón igualmente? ¡Dios desea que seamos usados para la bendición de otros!
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